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¿Por qué a quienes cuidamos son los que cuidan realmente de nosotros?

COLUMNISTA: Pepocles de Antioquía

La defunción de una familiar inmensamente querido, situaciones como el hervidero bélico que estamos sufriendo en el borde de nuestras fronteras o el lapso de reclusión con el que nos ha afligido el Covid-19, nos otorgan una copiosa constelación de enseñanzas con vocación de perennidad, es decir, que no están hechas para que caduquen en nuestra memoria con el relampagueante transcurso del tiempo.

Este tipo de trances amargos e indigestos cosen las viejas heridas entre familiares y amigos en una urdimbre repleta de cariño, de honrosa nostalgia rendida hacia las personas que ya no están, de lágrimas enjugadas en abrazos hormigueantes de fraternidad.

El dolor no es útil si lo contemplamos con los ojos del semblante, pero evoca unas enseñanzas indelebles cuando lo vislumbramos con los ojos del corazón. De ello, nos hace conscientes Antoine de Saint-Exupéry, a través de su inmortal novela El Principito.

Los momentos de quietud al lado de un familiar con la salud endeble no son útiles si los observamos con los ojos de la cara, pero nos brindan una kilométrica plétora de virtudes si identificamos las enseñanzas que transmiten mediante los ojos del corazón. Nos espolean a valorar de verdad la inmensa magnitud de la persona a la que tenemos enfrente, a rendirle la pleitesía que realmente merece y a recordar con inefable cariño sus fotos, sus frases dignas de ser enmarcadas, sus hazañas.

Estos momentos de quietud al lado de un familiar con la salud frágil, también, nos brindan espacios de parón y aburrimiento, ideales para ocupar ese vacío con tareas encomiables que nos dificulta llevar a cabo la bulliciosa vida moderna, marcada por la actividad sin reflexión y el entretenimiento vacuo, ello consecuencia de un mundo en el que hemos elevado un becerro de oro al movimiento.

Estos espacios de parón y aburrimiento son oportunidades doradas para dedicar más tiempo al diálogo con Dios, a la Oración, a la lectura de textos sublimes, al cultivo del arte y de la intelectualidad, en definitiva, a la recuperación de la espiritualidad y las humanidades en un mundo profuso en ocio fútil y frenética actividad.

Un momento idóneo para recuperar el silencio en una era de exceso de ruido, para rescatar la primacía del entendimiento sobre la voluntad, para  restañar la quietud en una época la que el movimiento parece que es lo único importante.

Los ojos del rostro nos permiten ver que somos nosotros los que cuidamos a alguien enfermo e indispuesto, pero los ojos del corazón nos hacen trascender hasta la reflexión de que la persona damnificada es que la que nos está haciendo el favor a nosotros, que es el de humanizarnos a través del dolor bien entendido, con sus correlativos espacios de salubre silencio, quietud y aburrimiento.

Mientras los cuidadores prestamos un auxilio material, las personas cuidadas nos auxilian en un nuestra dimensión espiritual, la cual es la realmente importante. Aquellos enfermos indispuestos nos alientan a recuperar nuestra alma.  

Es aquí cuando uno entiende la inabarcable profundidad de cuidar a alguien indispuesto. Algo que ni los ojos de la cara, ni la lógica inmediata, ni la razón útil nos permiten comprender en todo su esplendor. La racionalidad tiende a ser completa cuando es capaz de atravesar las fronteras del frío logicismo, los umbrales de la mera utilidad; en el momento en el que aprende a convivir con el misterio, con aquello que parece inútil desde un prisma puramente material.

El arjé u origen de la filosofía consiste en la capacidad de leer dentro, intus legere, en pos de que, a través de los sentidos, consigamos abstraernos hasta lo inmaterial que da sentido a todo. Las cosas verdaderamente importantes son las que se comprenden con los ojos del corazón, tal y como nos recuerda Antoine de Saint Exupéry en su obra El Principito.  

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