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¿Quiénes fueron los únicos en ganarle el pulso a la inteligencia artificial?

Autor de este cuento para adultos: Ignacio Crespí de Valldaura

Un día gélido y neblinoso, había un grupo de genios reunidos en una casa de campo empedrada; con la fachada barbada de musgo y los flancos cubiertos por cuatro torreones medievales. Las enhiestas montañas que rodeaban este petit château hacían del mismo una fortificación inexpugnable.

La fotografía de este momento no podía ser más deliciosa. Un pequeño castillo francés de noble arruinado; hermosamente empañado por el helado cortinaje y la algodonosa bruma; acariciado por las gotas de una lluvia débil; y escondido en las interioridades de una floresta de fresnos, helechos y pinos.

En este idílico paraje, se hallaban congregados un grupo de genios, que despuntaban en los diferentes terrenos del saber.

Un ajedrecista imbatible, un filósofo encumbrado, un mago de las finanzas, un matemático todoterreno, un inventor insaciable, un arquitecto ensimismado y exquisito, un poeta consagrado… Lo más granado y florido de la intelectualidad multidisciplinar estaba reunido en aquella fortaleza de lo más bucólica.

El motivo de este cónclave era demostrar quién sería capaz de doblegar a la todopoderosa inteligencia artificial en su correspondiente disciplina.

El campeón mundial de memorizar datos y textos fue vencido con una holgura estrepitosa, lo cual no le sorprendió a casi nadie. El ajedrecista más implacable del momento, también, fue subyugado y humillado, aunque con una victoria pírrica, véase muy ajustada. El mago de las finanzas de mayor renombre en las revistas más ‘esnóbicas’ del mundo resultó derrotado, quedando demostrado que esta inteligencia robótica sería capaz de arruinarle por completo en una contienda mercantil.

El arquitecto más soberbio y selectivo del planeta tierra obtuvo un empate técnico con la inteligencia artificial, según el criterio subjetivo -y un tanto benévolo- del jurado. La belleza de sus proyectos era ligeramente superior a los diseñados por la máquina, pero la calidad y consistencia de las estructuras arquitectónicas que ofrecía el robot eran infinitamente mejores; de ahí, que los misericordiosos examinadores le concedieran al humano el privilegio de empatar.

Al inventor insaciable, le sucedió exactamente lo mismo que al arquitecto altanero y exquisito. La hermosura de sus inventos era modestamente superior, pero desde un punto de vista técnico, el cíborg le daba mil vueltas. También, al humano, le fue reconocido un compasivo empate.

¿Y quiénes de los presentes fueron capaces de batir al leviatán de la inteligencia artificial? El filósofo encumbrado, el poeta consagrado y un pintor surrealista.

El pintor surrealista consiguió ganar al robot inteligente por los pelos, puesto que este último fue capaz de combinar, con una destreza insólita, un festival de colores abigarrados, figuras multiformes y estilos pictóricos de los artistas más punteros. Aún así, la libertad creativa de una persona consiguió alzarse victoriosa. Así pues, fue condecorado con una medalla de bronce.

El filósofo encumbrado, pese a que almacenase en su intelecto menos conocimientos teóricos que una memoria RAM, como era de esperar, logró superar al cíborg en lo que a realizar disertaciones impecables se refiere; y también, sus habilidades didácticas y divulgativas descollaron bastante por encima de las de su rival artificial. Este triunfó le permitió recibir el broche de plata.

Quien ocupó el escalón más alto del pódium fue el poeta consagrado, a base de marear al cíborg con una deliciosa y alborotada mezcolanza de sonetos, himnos, odas, elegías, sátiras, églogas, romances y peanes, en donde alternaba, con indescriptible maña y demasiada mala uva, estilos de lo más variopintos, como son la poesía antigua, medieval, contemporánea, épica, dramática, lírica, coral y bucólica; todo esto sin contar con que dio la estocada definitiva a su adversario artificial con unos renglones de verso libre, es decir, con unos párrafos en prosa que rimaban con una belleza poética inefable, inenarrable, irrepetible. Es más, fue el único que consiguió provocarle un cortocircuito a su contendiente robotizado. Semejante exhibición de maestría le hizo ser ungido con el oro.

A la vista de los acontecimientos, todos consideraron que el más apropiado para hacer una reflexión sobre lo ocurrido era el filósofo encumbrado.

Su discurso conclusivo reza así: 

La inteligencia artificial supera con creces a la humana en lo concerniente a los ejercicios mentales mecánicos. Una máquina bien configurada casi siempre va a ganar al hombre en todo lo que sea memorizar o almacenar información, realizar complejos cálculos matemáticos, elaborar estudios estadísticos, estructurar asientos contables, aplicar métodos empíricos y cartesianos, etcétera.  

En cambio, como ha quedado, hoy, sobradamente demostrado, por mucho que la inteligencia artificial memorice hermosas palabras, versos, estilos pictóricos o desarrollos de las corrientes filosóficas más sublimes, nunca será capaz de articularlas con la misma coherencia, cohesión, creatividad y capacidad pedagógica que una persona ducha o avezada en dichas artes.  

Resulta sorprendente que las profesiones mejor valoradas en los últimos siglos, véase las mecánicas, son justo en las que un robot es capaz de doblegar al hombre; y las más infravaloradas, es decir, las artísticas e intelectuales, en las que sucede diametralmente lo contrario. ¿Se producirá un cambio de rumbo de aquí en lo sucesivo? El transcurso de los años terminará por despejar esta incógnita. 

¿A qué se debe esta clamorosa injusticia?

El advenimiento de la época moderna elevó el racionalismo a los altares; un modo de razonar que confía demasiado en la lógica matemática, en la estadística, en los acopios de experiencias previas o estudios empíricos, en el hecho de que la ciencia ofrece una respuesta precisa a todos los problemas. Así pues, los razonamientos trascendentales, metafísicos, fueron relegados a un segundo e incluso a un tercer plano.

Otro de los desencadenantes de esta nueva mentalidad fue el predominio de lo práctico sobre lo teórico; el pragmatismo radical, la deificación o el endiosamiento de lo útil, todo ello en detrimento de la filosofía, la moral, el arte y la literatura. En definitiva, el apogeo de lo que el filósofo Max Horkheimer denominó como ‘la razón instrumental, es decir, la reducción de la racionalidad a un mero instrumento para resolver los problemas útiles, al margen de las consideraciones morales. 

Esto último ha puesto la simiente de esa mentalidad, ávida de materialismo, que reduce la preocupación de la sociedad por el conocimiento de lo práctico, de lo útil para la supervivencia y el crecimiento económico, dejando a un lado el cultivo de la moral, de la filosofía, del arte, de la literatura o de cualquier otra disciplina del saber de corte humanística.

De hecho, me hierve la sangre cuando el filósofo, el literato o el artista son calificados por la sociedad como ‘cultos’, mientras que los dominadores de lo útil son elevados a la categoría de ‘inteligentes’. Esto es una clarividente consecuencia de lo expuesto con anterioridad.

Ahora que los robots superan a los humanos en lo que a tareas mecánicas se refiere, ¿Volverán los pensadores y los artistas a ocupar el lugar que merecen? ¿Se transformarán en la nueva aristocracia? El transcurso del tiempo acabará por despejar esta incógnita…”.

Contacta aquí con el autor de este cuento reflexivo, el escritor Ignacio Crespí de Valldaura

 

 

   

 

    

 

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