COLUMNISTA: Ignacio Crespí de Valldaura
Considerando que además de ser un escritor consagrado y periodista de profesión (no titulado, pero con quince años ininterrumpidos de experiencia), soy licenciado en Derecho, voy a aprovechar estos renglones para ejercer de abogado de España y su unidad.
Como más de un letrado me ha llegado a aconsejar, cuando vea que una causa está manifiestamente perdida, tengo que caer con la mayor dignidad posible; es decir, amortiguar la caída con la ley en la mano, sacar el máximo rédito en la derrota, sin hacer utópicos esfuerzos por obtener una victoria inalcanzable; y esto es lo que voy a intentar hacer desde esta tribuna.
El Rey no tendría la culpa en caso de negarse a firmar la amnistía, puesto que necesitaría, por ley, el beneplácito del Gobierno
A modo de instrucción, cabe destacar que en Felipe VI, no recaería la culpa directa de firmar la amnistía, porque, a tenor del artículo 64.1 de la Carta Magna, “los actos del Rey serán refrendados por el Presidente del Gobierno y, en su caso, por los Ministros competentes”. En otras palabras, Su Majestad necesita la aprobación del Poder Ejecutivo para el desempeño de sus funciones.
Aunque la disposición J del artículo 62 de la Constitución establezca que el Rey puede “ejercer el derecho de gracia con arreglo a la ley”, sin poder “autorizar indultos generales” (como sucede en el caso de la amnistía), la sinopsis del citado artículo -realizada por el Letrado D. José Fernando Merino Merchán- matiza que el derecho de gracia no ha de ser confundido con “el poder de juzgar”; a esto, añade que se requiere una “previa deliberación del Consejo de Ministros, y a propuesta del titular de Justicia”, lo que implica que el Monarca no pueda ejercerlo “de forma discrecional”. En síntesis, no puede ejecutarlo por su cuenta, sino que necesita el beneplácito del Gobierno.
En definitiva, si hay que buscar a un culpable de este doloroso trance, ese sería el Tribunal Constitucional; por enjuiciar a mi modesto entender, de manera politizada y por ende, prevaricadora.
¿Qué le ocurría al Monarca en caso de ejercer “el derecho de gracia” sin el consentimiento del Consejo de Ministros?
La Constitución es muy clara en lo concerniente a su papel simbólico y neutral; tanto que el texto constitucional no deja espacio a la ambigüedad a este respecto, a diferencia de con otras cuestiones (en las que, a mi juicio, sí le falta concreción).
De hecho, en el supuesto de que el Monarca se negase en redondo a estampar su firma, quedaría inhabilitado “para el ejercicio de su autoridad”, tal y como establece el artículo 59.2 de la Constitución; hasta el punto de que, si el Consejo de Ministros estuviese de acuerdo, entrase “a ejercer directamente la Regencia el Príncipe heredero de la Corona, si fuere mayor de edad”. En síntesis, podría abjurar, pero a costa de abdicar en favor de su hija, Doña Leonor.
¿Qué pirueta jurídica se me ocurre -con escaso entusiasmo- para que el Rey se pudiese negar a firmar?
Cosa distinta es que el Consejo de Ministros sacase adelante la ley y a su vez, le permitiese al Monarca, previo pacto, negarse a firmar (lo que coloquialmente se conoce como “hacer un paripé”, de corte simbólico).
Este precedente histórico fue sentado por el Rey Balduino de Bélgica; quien, en 1990, abdicó durante dos días, al acogerse al derecho a la objeción de conciencia, ante la execrable despenalización del aborto aprobada por el Parlamento belga (solución que fue pactada entre Su Majestad y el Gobierno, que sancionó dicha norma en ejercicio de su poder). En calidad de abogado honorario en la defensa de España y su unidad, abro la puerta a esta posibilidad (aunque sin a penas esperanza de que sea llevada a cabo).
¿Qué otra posibilidad se me ocurre (con escasas esperanzas en su aplicación)?
Pese a que la sinopsis del artículo 62 de la Constitución, a la que he hecho alusión ut supra, aclare que “tampoco en el ámbito de los estados de alarma, excepción y sitio (artículo 116 y LO 4/1981, de 1 de junio), al Rey le incumbe adoptar decisiones unilaterales tendentes al restablecimiento de la normalidad”, deja una puerta abierta a una posibilidad muy excepcional.
Tal posibilidad reza así: “Sin embargo, deberá ser advertido que el propio artículo 1.4 de la citada Ley Orgánica señala que la declaración de los estados antes citados ‘no interrumpen el normal funcionamiento de los poderes constitucionales del Estado», y que procederá la declaración de esos estados’ cuando circunstancias extraordinarias hiciesen imposible el mantenimiento de la normalidad mediante los poderes ordinarios de las Autoridades competentes» (artículo 1.1 LO citada).
Será a partir de una situación tal, en la que se quiebre o exista amenaza inminente de quiebra del normal funcionamiento de los poderes constitucionales del Estado, cuando pueda hablarse con propiedad de una función regia de defensa constitucional. El ejemplo de una tal hipótesis de extrema gravedad, no prevista en el ordenamiento, fue la intentona golpista de febrero de 1981. En casos como éste, incumbe al Jefe del Estado la defensa de la Constitución de acuerdo con el artículo 61.1, en su condición de jefe supremo de las Fuerzas Armadas (art. 62.h) y, a través de la finalidad que a éstas les otorga el artículo 8. Pero, repetimos, sólo en los supuestos de extrema gravedad en los que está en juego la legitimidad democrática amparada por la Constitución».
Aunque -sinceramente- no crea que la amnistía pueda ser interpretada como una situación tan excepcional, sí que pienso que podría aplicarse tal excepción en caso de que fuese declarada la independencia de Cataluña; por poner en situación de «extrema gravedad (…) la legitimidad democrática amparada por la Constitución».
¿Qué solución -bastante más realista que las dos anteriores- se me ocurre para que el Rey pueda tomar cartas en el asunto?
A pesar de que Su Majestad no pueda ejercer sus prerrogativas sin la aquiescencia del Consejo de Ministros, sí que tiene el derecho -además de la obligación- de arbitrar y moderar “el funcionamiento regular de las instituciones”, como “Jefe del Estado” y “símbolo de su unidad y permanencia”. En estos términos, lo ordena el artículo 56.1 de la Constitución española.
De esto, se infiere con facilidad que Don Felipe -en calidad de moderador y árbitro- pueda manifestar su disconformidad, en privado, con la política de Pedro Sánchez, en lo que a la amnistía se refiere; cosa que, por cierto, me ha corroborado mi antiguo profesor de Derecho Político de la facultad de Derecho.
De hecho, la sinopsis del artículo 62 a la que he hecho alusión en múltiples renglones, deja claro que “ciertamente entre la primera postura de indudable carácter expansivo y las que reducen a un simple «acto debido» la función moderadora y arbitral del Rey, se abre una tercera vía consistente, como han puesto de manifiesto Fernández Fontecha y Pérez de Armiñán, en reconocer al Monarca determinadas ‘potestades bloqueantes’ (de las que las funciones moderadora y arbitral serían las arquetípicas), que como se ha dicho más atrás no se traducirían en derecho de ‘hacer’ sino en derecho -¿o quizá el deber?- a impedir actuaciones contrarias al orden constitucional, así como a resolver de «forma pasiva» las tensiones que se planteen en el funcionamiento regular de las instituciones. Gracias a esta función de ‘influencia’ el Rey trasciende el ámbito de sus estrictas atribuciones constitucionales, haciendo realidad actual la frase de Bagehot de que al Rey corresponde ‘animar, prevenir, ser consultado’ ”.
En resumen, el criterio del Monarca sí que ha de ser, al menos, escuchado en audiencia privada; razón por la cual tiene el derecho -e incluso la obligación- de persuadir, inspirar, animar y argüir.
¿Qué última maniobra he contemplado?
Aunque el Rey no se encuentre legitimado para manifestar sus discrepancias, en público, con el modus operandi del Presidente del Gobierno, sí que puede, en un ejercicio de astucia, enfatizar los preceptos constitucionales en sus discursos; de tal modo que le dé un aldabonazo indirecto, subliminal, subrepticio, al Poder Ejecutivo de cara a la ciudadanía, por esquivar artificiosamente lo atinente a los «indultos generales».