Por el escritor Ignacio Crespí de Valldaura:
Se suele retratar a la Monarquía como una forma gubernamental más elitista que el modelo republicano. El gesto que acaba de tener Su Majestad el Rey Felipe VI, en contraste con la negativa del presidente del Gobierno, es una demostración adicional -entre la marabunta- de todo lo contrario; porque la figura del Monarca incorpora notas de buena educación y elegancia al esnobismo propio del parlamentario nuevo rico.
Se tiende a dibujar a la Monarquía como una forma gubernamental más lejana al pueblo que el andamiaje republicano. Pues, he decir que sólo un Rey podría haberse adentrado en la muchedumbre, para insuflar bocanadas de consuelo entre sus compatriotas, y salir indemne; porque la efigie del Monarca es la encarnación de un “símbolo de unidad y permanencia”, mientras que los políticos representan precisamente la división entre banderías (no son, ni por asomo, lazos de unión, sino instrumentos de confrontación).
A esto último, cabe añadir que la Monarquía, al ser la personificación de nuestro patrimonio histórico, bajo la figura humana del Rey, trae consigo que el Monarca tenga un vínculo muy fuerte con su país, vinculación de la que carecen los políticos; quienes, además de haber accedido al poder espoleados por un egocéntrico interés personal, “van y vienen con la luna”, como diría William Shakespeare en El Rey Lear.
Parafraseando a Walter Bagehot, el poder político representa la efectividad y la Monarquía, la solemnidad. Solamente alguien que encarna lo solemne es capaz de unir a la nación y de adentrarse -con tanta aceptación- en la enfervorizada multitud; porque si los líderes parlamentarios ostentan la potestas (el poder), el Rey está revestido de la auctoritas (la autoridad).
Escrito por Ignacio Crespí de Valldaura
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