Arturo Pérez Reverte, ese hombre caracterizado por sus elefantiásicos aciertos y mastodónticos desatinos, por sus nobles defensas e imperdonables salidas de tono, por sus ejemplares demostraciones de cordura e irreparables arrebatos de locura, por sus resplandecientes luces y tenebrosas sombras, hizo gala, en un artículo publicado en El País el 31 de marzo de 1996, de las bondades y maldades que puede encerrar su personalidad a partes iguales.
Este académico de la lengua pondría fin al maniqueísmo sociológico, a esa costumbre social de etiquetar a las personas como “buenas” o “malas”, ya que es un hombre al que, muchas veces, el cuerpo me pide vitorearle y al que, otras tantas, el instinto me suplica reacciones menos laudatorias y refinadas.
Sin más prolegómenos, quiero destacar de su ancestral artículo, titulado Sevilla, la ciudad de los pasos, unas líneas en las que este laicista impertinente y deslenguado se digna a reconocer bondades de la Semana Santa sevillana, tras haberla puesto a caer de un burro en el mismo texto de forma sumamente irrespetuosa, todo hay que decirlo.
El anticlerical de Pérez Reverte se dignó a poner por escrito lo siguiente: “Sevilla, recinto autónomo, ciudad-trinchera que resiste gracias al culto a su propia memoria, ha soportado mejor que otras ciudades españolas la vulgarización y el mal gusto de los tiempos que corten. Y seguirá siendo ella mientras haya más capillitas que japoneses”.
A esto, el literato añadió: “Un solo ejemplo: gracias a la Semana Santa, Sevilla es de las poquísimas ciudades españolas que conservan vivos, de cara al comercio diario, oficios artesanos que en otros sitios han desaparecido, herederos de antiguos gremios medievales nacidos a la sombra de las catedrales: tallistas, imagineros, bordadores, plateros, doradores, que hacen el mismo digno trabajo que en los siglos XVI y XVII. Y es que esta ciudad es como es, porque es barroca y porque tiene una Semana Santa”.
Repito: esta suerte de elogios, que son verdades como puños, fueron puestos sobre el papel por un agreste, furibundo y lenguaraz anticlerical. Una razón de inescrutable peso y paquidérmico tonelaje para defender la grandeza de la Semana Santa.