Prolifera el “topicazo” de que la inteligencia reside en “nuestra capacidad de escuchar”, tachonado por la frase “cool” de que “tenemos dos oídos y una boca”.
Me siento más identificado con la teoría de un erudito sacerdote, consistente en que no todas las opiniones valen lo mismo, puesto que su valor depende de la calidad de los argumentos que las respaldan.
Esta habilidad nos permite distinguir, con cierto tino, qué crítica proviene del amor, la honestidad y la lucidez, y cuál del pecado de la envidia, de la mala idea y de la estulticia (véase estupidez).
Tras esta disertación, querría manifestar que muchos tenemos más que comprobado que el envidioso y el idiota cavilan sobre cómo retorcer sus palabras para que, hagas una cosa o la contraria, te propinen una crítica punzante por igual.
Si un día me da por escribir sobre temáticas de corte humorística, me tildarán de “fútil” y “superficial”.
Si, por el contrario, me decanto por devanarme los sesos filosofando, para concebir un texto de índole reflexivo, me acusarán de “pomposo”, “grandilocuente” y “recargado”.
Y si un día no se les ocurre nada que objetar, enmudecerán sospechosamente, cuando no pierden ninguna oportunidad para opinar en torno a mis publicaciones. Desaparecerán por ensalmo, por azar, por designio del destino, por el tambor de Chayanne y su madre tierra.
En la aludida fábula, un molinero y su hijo, que caminan junto a su asno, son la diana de críticas y burlas con independencia de lo que hagan.
Si el molinero se sube a lomos del asno, le critican por ser un egoísta con respecto a su hijo; si el hijo hace lo mismo, se invierten los destinatarios de la crítica; si ninguno de ambos se coloca encima del cuadrúpedo, les tachan de bobalicones a los dos. Hagan lo que hagan, no se libran de la mofa y befa de algunos.
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