Vivimos en unos tiempos en los que parece que es imprescindible medir las palabras, no vaya a ser que, como dicen las lenguas modernas, “hieras sensibilidades”.
Es cierto que estamos irremisiblemente abocados a medirlas en cierto grado, puesto que la templanza y la prudencia siempre formaron parte de las virtudes cardinales.
Por consiguiente, tenemos que alcanzar el punto de equilibrio en el que el citado cuarteto virtuoso camine de la mano ¡Ardua labor!
Otra realidad palpitante en la sociedad de nuestro tiempo es que si eres contrario a la “corrección política”, no se te agradezca lo suficiente tu esmero por calibrar las palabras, adoptar un acrisolado talante diplomático y devanarte los sesos para alumbrar unos razonamientos de perceptible enjundia intelectual.
Los resistentes a la “corrección política” tendemos a pensar que los políticamente correctos se van a entusiasmar si tratamos de contemporizar y “coleguear” con ellos. También, solemos creer que si pergeñamos reflexiones de mediana erudición van a batir las palmas ante nuestro esfuerzo intelectual.
Al final, nos terminarán poniendo el mismo estigma, marchamo o sambenito que si nos comportásemos como unos energúmenos de taberna. Esta es la magnitud de su agradecimiento por comportarnos como Dios manda.
El público del citado cuento prorrumpió en estrepitosas carcajadas, puesto que por mucha razón que tuviese el payaso, no dejaría de ser considerado como un bufón por los aldeanos. Sus palabras, por muy certeras que fuesen, serían, en todo caso, calificadas de payasadas.
Con esto, quiero decir que a ojos de los fanáticos de la “corrección política”, seremos siempre como El payaso del circo en llamas, de Kierkegaard. Por mucho que preparemos el dicurso, desacreditarán nuestras palabras en un santiamén.
Así pues, mi conclusión es que, sin perder la buena educación, tampoco nos obsesionemos con calibrar las palabras y templar las formas. Por esta razón, ya no me preocupo en demasía cuando una publicación contiene algunos tintes de provocación.
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