Érase una vez un artista que realizaba todos sus quehaceres sobre la marcha, al albur de la intuición; su rutina carecía de calendarios y de normas; su creatividad no conocía fronteras de ultratumba; y navegaba siempre en el mar embravecido de la improvisación.
Su genialidad era ostensible, notoria, pero caía en descrédito con excesiva frecuencia, debido a su contumaz desorden y anarquía. Su febril indisciplina le impedía culminar la mayoría de sus obras, las cuales eran, para colmo, prodigiosas. El caos era su talón de Aquiles, su anillo de Tolkien, la ‘criptonita’ que hacía que sus talentos languideciesen.
En el hemisferio contrario, se situaba su amigo contable, un hombre de lo más próvido y solícito, que no dejaba nada al albur de los acontecimientos. Su capacidad de anticipación no daba lugar a la improvisación. Todo lo tenía calculado, calibrado, controlado, tasado, medido. Era una máquina incombustible de cumplir plazos y objetivos.
Sin embargo, su rigidez de calendario le impedía amoldarse a la irrupción de cambios, turbulencias y vaivenes. Su falta de creatividad e incapacidad de cuestionarse el porqué de lo que estaba haciendo eran manifiestas. Cuando se proponía algo, lo hacía hasta el final, aunque hubiese dejado de tener sentido. Era un cíborg programado para cumplir consignas y objetivos, pero carecía de flexibilidad para modificar los esquemas, cambiar el rumbo y reinventarse. Su estoico conformismo minaba su capacidad de cuestionarse la trascendencia filosófica de las cosas. Gozaba de una voluntad de hierro para embarcarse en misiones, pero desconocía cuál era su misión en la vida.
Pues, lisa y llanamente, aprender un poco el uno del otro, pero sin renunciar a sus carismas. Ambos dejaron a un lado sus “ismos” filosóficos, sus ideales exagerados.
El artista abandonó la quimera rousseauniana de confiar en que el caos acaba trayendo el orden, creencia que, también, es conocida bajo la locución latina ‘ordo ab chaos’; de hecho, el filósofo presocrático Anaximandro creía que todo está presidido por el ‘apeiron’ (lo indeterminado), lo cual viene a identificarse con el caos.
Otra de las teorías de las que se deshizo el artista fue del vitalismo de Henri Bergson. Este pensador era un férreo defensor de la intuición al margen de lo empírico, de la experiencia, entendiendo el curso de la vida como un continuo caminar hacia adelante que no necesita volver la vista atrás.
El contable, por su parte, liberó a su intelecto de la postura contraria, es decir, de ese empirismo radical que lo confía todo a la experiencia, sostenida sobre estudios científicos.
El contable comprendió que no podemos controlarlo todo con estudios empíricos, con estadísticas, ni reducir la complejidad de la realidad a leyes científicas como las de la física o las matemáticas. En definitiva, se desprendió de sus ideas racionalistas.
El contable y el artista se influyeron de tal modo que consiguieron alcanzar un grado plausible de equilibrio. Aprendieron el uno del otro, pero sin llegar a abandonar sus carismas.
La moraleja de este brevísimo relato es que tanto el exceso de orden como de improvisación pueden ser muy perniciosos. La vida no es ni un caos creativo, ni un frío balance contable. No conviene que vayamos dando palos de ciego, pero tampoco podemos tener todo bajo control. La solución a ambas posturas creo que radica en aquello que he bautizado como ‘espontaneidad ordenada’, que no es lo mismo que el orden espontáneo.
El orden espontáneo es una idea sostenida por eruditos como Hayek, que consiste en que el orden acaba llegando a través de respetar la libertad de actuación, dentro de un caos aparente, puesto que la línea de actuación tampoco está exenta de organización. Es una teoría interesante y no del todo equivocada, pero a lo que yo llamo ‘espontaneidad ordenada’ se decanta más por el orden que esta filosofía de Hayek.
Lo que yo califico como ‘espontaneidad ordenada’ consiste en vivir con un orden que nos brinde estabilidad, consistencia y disciplina, pero con cierto margen de maniobra, de flexibilidad, creatividad e improvisación, con una actitud abierta al cambio y al misterio.
Como este equilibrio no puede ser matemático, exacto, le aconsejaría al artista que diese prioridad a su carácter creativo e improvisador, y al contable, que pusiese el acento en su talante ordenado y responsable, puesto que cada cual tiene sus dones y carismas; ahora bien, sin dejar de recordar a ambos que les conviene hacerlo dentro de los márgenes de la ‘espontaneidad ordenada’, es decir, sin caer en excesos que puedan aniquilar bien, el orden, o bien, la creatividad.
Además de la ‘espontaneidad ordenada’, podríamos hablar de un ‘equilibrio flexible’; véase uno que, ante la imposibilidad del justo medio aristotélico, goce de un margen de maniobra para posicionarse más de un lado que de otro, pero, a su vez, sin dejar de ser equilibrado.
Sería una especie de versión mejorada de la teoría de Aristóteles, que por excelsa que sea, peca de rigidez matemática, puesto que el equilibrio nunca puede colocarse con exactitud en el medio. Es más, no convendría que fuese así, puesto que prácticamente todas las circunstancias exigen poner más peso en un lado de la balanza que en el otro; pero, a su vez, sin quitar jamás todo el peso de ninguno de los platillos. Por esto último, hablo de ‘equilibrio flexible’ y no sólo de ‘flexibilidad’.
Voy a esgrimir un ejemplo, para que se entienda con mayor claridad lo que estoy tratando de explicar. De las cuatro virtudes cardinales de nuestra tradición grecolatina (que son prudencia, templanza, fortaleza y justicia), hay circunstancias que exigen más templanza que fortaleza y otras en las que es más conveniente el orden inverso; no obstante, en ninguno de los dos casos deberíamos prescindir completamente de la templanza o de la fortaleza, puesto que nos convertiríamos bien, en radicalmente débiles, o bien, en insufriblemente sanguinarios.
Por esto, el equilibrio ha de estar siempre presente, pero aplicado con flexibilidad.
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