Se nos ha educado en exceso en forjar nuestro criterio a base de argumentos, apoyados sobre cifras, porcentajes y datos. Simplificar la magnitud del pensamiento a criterios numéricos se trata de un reduccionismo intelectual llamado “pitagorismo”.
Ahora bien, forjar la magnitud o la inmensidad de un pensamiento a base de los mismos, hace que nuestros valores sean efímeros y nuestras convicciones, pasajeras; incapaces de sostenerse por un tiempo duradero sobre sí mismas. Aquello que está vertebrado, para sobrevivir, necesita estar enraizado. Un árbol con las raíces podridas, por muy bien cuidadas que tenga las ramas, se termina desmoronando.
Por ejemplo, quien defiende la existencia de la Monarquía en base a criterios estéticos, a que es más barata que multitud de repúblicas vecinas y a que Felipe VI es un formidable diplomático, ¿Qué ocurriría si se presentase un modelo republicano que cuidase enormemente la estética (como el francés), que costase menos a las arcas públicas que la Corona y que gozase de una diplomacia educada en Eton y después, en Oxford? ¿Dejarías de ser monárquico? No cabe duda de que los argumentos son pasajeros y los valores, duraderos en el tiempo.
Otro ejemplo sería el de la defensa de la Nación española. Si fundamentamos el sentido de la misma en el cumplimiento del orden constitucional, en que es el brazo garante de la ley, en que otorga más derechos y libertades que los separatismos, ¿Qué ocurriría si se edificasen unos Estados Unidos de Europa con una constitución sólida, unas leyes bien codificadas, y con un sinnúmero de derechos y libertades? ¿Serías partidario de abolir la Nación española para subsumirla a una de corte europea? No cabe duda de que los argumentos son pasajeros y los valores, duraderos en el tiempo.
Un tercer ejemplo sería el de confiar en una causa política en base a criterios numéricos de votos necesarios para la victoria. Es cierto que, por responsabilidad, es un factor digno de ser tenido en cuenta, pero si fundamentamos la magnitud de nuestra convicciones políticas en el pitagorismo de los números, ¿Habría un cambio en el panorama a medio o largo plazo? ¿Nos tendríamos que conformar continuamente con opciones que distan enormemente de nuestros principios para que “salgan los numeritos”? ¿Sería anatema ansiar cambios de paradigma?
Quien, verbigracia, cree que la fe católica depende del número o porcentaje de creyentes y practicantes, es que no tiene ni la más remota idea de en qué consiste el catolicismo; ni de lo que significó el sacrificio de Jesucristo en la Cruz, Quien fue condenado por el voto de una mayoría enfurecida, ávida de cólera, odio y estulticia.
Cultivar una intelectualidad puramente argumental, pitagórica, porcentual, de corte numérica, nos conduce hacia una razón excesivamente práctica, utilitarista, que sitúa lo útil por encima de todo, incluso de la ética.
No sería rocambolesco afirmar que esta sustitución de la razón completa (escolástica o filosofía católica) por la razón numérica-empírica-científica-técnica (racionalismo) sea una de las consecuencias de que se cultive en exceso la intelectualidad argumental (de números y datos) y de que se tribute un déficit de atención a pensar sobre lo moralmente correcto.
De hecho, hasta Max Horkheimer, pensador heterodoxo de la Escuela de Fráncfort, hizo una severa crítica de la “razón instrumental”, consistente en la preocupación exclusiva por resolver problemas técnicos, por la eficacia de las acciones humanas, y un abandono de pensar sobre la moralidad de las mismas. Aunque este intelectual y yo coincidamos en el presente diagnóstico, he de precisar que acabaríamos a tortas (dialécticas) en la manera de enfocarlo.
Un aspecto que considero imprescindible matizar es que la escolástica o filosofía católica aboga por la razón completa, por una racionalidad que busca lo correcto, pero ello no significa que descarte lo práctico, lo científico, lo empírico y lo numérico (como los racionalistas han tratado de divulgar).
En base a esto, quiero puntualizar que, en este artículo, tampoco estoy condenando el estilo argumentativo, el cual, de facto, me parece estrictamente necesario para reflexionar y convencer. Y es una magnífica compañera de viaje de nuestros valores.
Lo que sí critico es el que se abandone prácticamente por completo la reflexión filosófica por una intelectualidad puramente argumental (véase porcentual, pitagórica y numérica).
“Cuando les habláis de un nuevo amigo, no os interrogan jamás sobre lo esencial. Jamás os dicen: ‘¿Cómo es el timbre de su voz? ¿Cuáles son los juegos que prefiere? ¿Colecciona mariposas?’. En cambio, os preguntan: ‘¿Qué edad tiene? ¿Cuántos hermanos tiene? ¿Cuánto pesa? ¿Cuánto gana su padre?’. Sólo entonces creen conocerle”.
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