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| El 3 años hace

Los diez peligros de ver virtud en el éxito, la ambición y el ‘think big’

Autor: Pepocles de Antioquía

La cultura del presente, a través de sus catapultas mediáticas, nos bombardea con mensajes orientados a acrecentar en extremo nuestra ambición (hybris), a pensar a lo grande (“think big”) y a rebosar de éxito.

Es una maravilla ambicionar metas loables, pero una obsesión romántica y de adolescente con las mismas nos puede jugar una mala pasada. Es el peligro de adquirir virtudes distorsionadas, que mutan en vicios disfrazados de virtud.

Ya nos advirtió William Shakespeare, en obras como Otelo y Romeo y Julieta, de que la frontera que separa la virtud del vicio es muy delgada.

También, nos previno Aristóteles, al concluir que la virtud, en exceso, puede derivar en vicio.

Además, es preciso recordar la parábola del trigo y la cizaña (Mateo 13, 24-25), donde la cizaña crece al lado del trigo, por lo que, a poco que nos descuidemos, puede ganar terreno sobre el mismo. Esto es fruto de que el demonio, de encumbrada astucia, siembra el mal en medio del bien, de tal modo que resulte complicado separarlos con claridad.

Hecha esta disertación introductoria, procedo a reflexionar sobre diez riesgos de afanarse excesivamente en la ambición (hybris), el éxito y el “think big”.

En primer lugar, podemos caer en cuantificar la vida en objetivos, de tal modo que una vez alcancemos las metas anheladas, estemos pensando automáticamente en trepar hasta las siguientes, y así, sucesivamente. Esta actitud, manejada sin prudencia, nos puede arrastrar a enfrascarnos en un permanente estado de inconformismo, intranquilidad y tensión.

En segundo término, cabe destacar que esa pulsión por ambicionar el éxito nos  distraiga de atender a otros menesteres que, también, gozan de importancia. La vida es muy amplia y rica en esferas. Hemos venido al mundo para ocuparnos de más asuntos. Dios nos ha llamado para brillar, pero en santidad, no necesariamente en éxito. Como reza aquella canción de Misa: “No has buscado ni a sabios ni a ricos, tan sólo quieres que yo te siga”.

Un tercer efecto que se me ocurre es el de que el éxito llama al éxito, y que, por ende, llegue un momento en el que tengamos que traspasar las fronteras de la moralidad para pegar un brinco hasta el siguiente escalón.

Una cuarta consecuencia sería la de confundir los medios con los fines. Considerando que ganar dinero es un medio encaminado al fin de vivir mejor, si vivimos exclusivamente para trabajar, el medio termina fagocitando al fin. Se logra el éxito, pero se pierde el sentido o el porqué del mismo.

Una quinta lacra sería la de sobreponer la voluntad a la razón, la de creer que nuestra fortaleza es implacable, que somos indomables, que solos podemos con todo y que estamos hechos de hierro, en vez de carne y hueso. Este endiosamiento voluntarista, ante una situación adversa, como el Covid-19, se desvanece. Y tampoco hace falta irse tan lejos. Si no hubiésemos tenido la suerte de nacer donde hemos nacido, nuestra pretendida prosperidad brillaría por su ausencia.

Una sexta trampa sería que este complejo de autosuficiencia, además de hacernos inconscientes de nuestra fragilidad humana, nos transforme en inmisericordes o incompasivos con la debilidad ajena ¡Qué típico!

Un séptimo escollo sería que el aplicar el “think big” y “dream big” en nuestras vidas nos empuje a ambicionar sueños grandes que nunca llegan, y que el sinsabor de la derrota nos genere frustración y un bajón de autoestima.

Un octavo óbice sería que la búsqueda del éxito y de grandes objetivos nos provoque dependencia a la dopamina, sustancia que segrega el cerebro a base de perseguir chutes de emociones en nuestras vidas, de tal modo que estas explosiones de bienestar suban y bajen como una montaña rusa. La sustancia que genera un bienestar más equilibrado y constante es la serotonina, la cual, a mi juicio, no es excesivamente compatible con la hybris o ambición desmesurada.

Una novena afrenta sería la de dejar de vivir el presente por una preocupación excesiva con el futuro, el cual atesora aristas, cambios y misterios que escapan a nuestro control. Ya advirtió Jesucristo de este peligro en los siguientes términos: “No os agobiéis por el mañana. A cada día le bastan sus disgustos”.

Una décima ignominia, muy relacionada con la del párrafo anterior, podría ser la de lamentarse en demasía por aquellos triunfos que no hemos cosechado en el pasado. Un sabio sacerdote escribió que “el demonio siempre nos tienta con tres cosas: el pasado, la tristeza por lo que pudo ser y no fue; el futuro, el miedo por lo que puede pasar; la imaginación, no aceptar la vida que tenemos tal y como es”.

En la Antigua Grecia, la hybris o desmesura en la ambición era concebida como virtud, puesto que el hombre virtuoso era el fuerte, el guerrero victorioso e indomable, el bello, el afortunado, el esplendoroso, el que no se humilla, el que no sucumbe ante el perdón y la debilidad.

El advenimiento de Cristo, por el contrario, acabó con esa concepción triunfalista de la virtud. No derribó del todo la visión griega, pero sí que la depuró en profundidad, la redimió, la perfeccionó. Con el Catolicismo, por ejemplo, la capacidad de humillarse, de perdonar y de reconocer la propia fragilidad empezaron a ser reconocidas, con nitidez, como virtudes.

En el presente, al proliferar una renuncia a escuchar la voz de Dios, estamos continuamente tentados a retornar a la equívoca idea de virtud de la Antigua Grecia, a endiosar la búsqueda de la ambición desaforada (hybris), la fortaleza y la prosperidad, y aparcar en el vacío las virtudes de la humildad, el perdón y la consciencia de nuestra debilidad.

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