Parece que una de las máximas del siglo XXI es “hacer muchas cosas”, y que si no pasas por el tamiz de esta mentalidad, eres un réprobo, un “outsider”, un cíclope con monóculo o un alienígena que no está en la pomada.
No seré yo, susodicho que anda “metido en mil fregados”, quien critique una vida activa, pero que el “hacer muchas cosas” sea entronizado, inconscientemente, como virtud máxima, me parece estrepitosamente patético.
Hecha esta aclaración de que soy alguien activo (y “proactivo”), además de “resiliente” y diametralmente versátil, quiero criticar que nos han tatuado en el cerebro que el “hacer muchas cosas” es la panacea de la virtud.
El egregio y prodigioso George Orwell, en su novela Rebelión en la granja, contó cómo un dictador porcino (el cerdo Napoleón), para tener dominados a sus súbditos semovientes (es decir, al resto de los animales), les inculcaba la mentalidad de deslomarse a trabajar y no pensar, actitud que les era repetida como una cantinela, como un sonsonete monocorde.
Se puede deducir que estos animales dominados se regían por la máxima de “hacer muchas cosas”, lo cual cercenaba su libertad de elegir, ya que dicha sobreocupación les impedía detenerse a pensar, realidad que apuntalaba el exceso de poder del déspota porcino. La negativa a la reflexión mina la disertación y cimenta la sumisión.
Santo Tomás de Aquino, quien ha sido erigido como uno de los puntales de la escolástica (filosofía católica), arrojó luz sobre el error agustiniano de que la voluntad prima sobre el entendimiento, equivocación en la que cayó el famoso franciscano Duns Escoto.
En otras palabras, nos ayudó a ver que el paso previo a la voluntad tiene que ser el entendimiento (de las cosas de Dios).
A la sazón, Don Jesús Silva Castignani, conocido como “el Padre Jesús” (fabuloso sacerdote católico e “influencer”), expone, en su libro Dios quiere hablar contigo, lo siguiente: “El mundo en el que nos movemos está marcado por el activismo, por el hacer y por el decir. Parece que el valor o la identidad de una persona dependen de su actividad, de sus logros, del reconocimiento, como si el sentido de la vida estuviera definido por los éxitos o la productividad. Pero lo que realmente importa no es el hacer o el conseguir, sino el ser”. A esto, agrega lo que somos: “Hijos de Dios”.
Ofrecer una respuesta precisa, tajante y concreta a esta pregunta es muy difícil, además de que sería una imprudencia por mi parte; o más bien, un error garrafal, una “pifiada” monumental.
Lo que sí que puedo decir es que, en el siglo XVI, por ejemplo, tuvo gran influencia el error de conceder hegemonía a la voluntad sobre el entendimiento.
Por ejemplo, Schopenhauer (1788-1860) afirmó que el motor de la vida es la voluntad, entendiéndola como una fuerza incesante y ciega, cuyo fin es ser cada vez más vida mediante el estímulo del hambre y las relaciones sexuales. Ahora bien, también, admitió que ese deseo ciego de vida, al no poder ser totalmente satisfecho, nos arrastra hacia la angustia, razón por la cual la solución sería, a su juicio, la resignación.
Nietzsche, por un lado, predicó un culto demencial a la voluntad, pero, por otra parte, su preocupación primera fue comprender la vida humana, y las diferencias entre valores falsos y auténticos. Vamos, que al igual que Schopenhauer, se “hizo la picha un lío”.
En síntesis o resumidas cuentas, la tendencia al culto excesivo a “hacer muchas cosas” se puede considerar una consecuencia del voluntarismo (la voluntad como el motor de las cosas).
El pensador G.K. Chesterton, renombrada figura de la intelectualidad católica, hizo una burla desternillante del voluntarismo en su ensayo Ortodoxia (una joya resplandeciente de libro). Ésta reza así: “Afirma que los hombres no actúan para ser felices, sino movidos por su voluntad. No dicen: ‘La mermelada me hará feliz’, sino: ‘Quiero mermelada’.
En otras palabras, el voluntarista se centra en la voluntad para conseguir cosas, para alcanzar metas, pero no se pregunta en profundidad por qué quiere lograrlas. Aspira a hacerse con la mermelada, pero no se cuestiona en demasía si eso le conduce a la Felicidad.
Antoine de Saint-Exupéry, autor de El Principito, hizo una fabulosa y metafórica crítica del “hacer por hacer”.
El protagonista visita siete planetas, y en el quinto de su travesía espacial, se topa con un farolero que apaga y enciende un farol sistemáticamente, sin mucho sentido. Al ser interpelado por su absurda y repetitiva conducta, éste responde: “Es la consigna (…) No hay nada más que comprender. La consigna es la consigna”.
Esta conducta de “hacer muchas cosas” como la panacea de la virtud nos lleva al “hacer por hacer” de la canción de Miguel Bosé y a “la consigna es la consigna” del farolero de El Principito.
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