Me consta fehacientemente que a más de uno, de dos y de tres le está provocando cierta estupefacción el hecho de que esté publicando artículos de manera tan obsesiva y compulsiva; y es posible incluso que mis lectores más asiduos y leales se puedan llegar a sentir un tanto abrumados; algo que, por cierto, me causa placer, sádica pulsión que me transforma en un terrorista literario con mayor ego que Antonio Gala.
Hecha esta injuria sin ánimo de ofender, procedo a revelar el porqué de mi monocorde ‘cupio praedicare’ (‘ánimo de publicar’, traducido al castellano o latín vulgar).
Me encuentro, en este placentero periodo otoñal, embarcado en una lid apasionante (es decir, en un ‘#reto de lo más inspirador’, como dirían las lenguas modernas, con la correlativa almohadilla incluida; perdón, ‘hastag’).
Se trata de una compilación de reflexiones multitemáticas, que obsequien al lector con respuestas luminosas a los enigmas que nos asedian en el mundo de hoy; un presente de lo más confuso y proceloso, por cierto.
El ensayo en cuestión está nutrido de un sinfín o sinnúmero de citas de pensadores de un nivel intelectual prodigioso, lo cual sirve para parchear la necedad inherente al autor de esta obra; algo que permite que mi próximo ‘ladrillo’ literario sea años luz más legible que mi alegre estulticia.
Pues, lisa y llanamente, que se trata de mi motivación diaria para acabar este ensayo, para no rendirme en medio del camino; porque, a falta de la ‘gratificación instantánea’ que me proporciona publicar un fragmento en internet cada veinticuatro horas, me considero incapaz de terminarlo.
Lo reconozco sin ambages, lo admito sin circunloquios: soy un hijo de mi tiempo en lo que a recibir ‘gratificaciones instantáneas’ se refiere. Sincerarme sobre mis debilidades creo que es un formidable ejercicio para el autoconocimiento socrático; y aprender a aceptar que uno tiene sus defectos, hasta el punto de tomárselos a guasa y chirigota, lo considero uno de los ejes diamantinos de la salud mental, además de una cura de humildad; sobre todo, en una sociedad que fomenta la presunción triunfalista, la vanagloria ‘exitocéntrica’, un miedo cerval a que los demás conozcan nuestras tachas, flaquezas y vacilaciones.
Realizada esta sátira de mí mismo y de mi circunstancia, también, he de decir una cosa en mi defensa, y es que considerando que no voy a dejar de ser un ‘nuevo pobre’ con la publicación de este ensayo, necesito mis inyecciones semanales de dopamina, en forma de palmaditas en la espalda de mis incondicionales, como premio de consolación. Si la diosa Fortuna me estuviese esperando, momificada en hebras de oro, en el lugar de la Estatua de la Libertad, sería capaz de terminar el libro sin esta plétora diaria de ‘gratificaciones instantáneas’.
Otra cosa he de argüir en defensa propia, y es que no soy la primera persona en la historia que ha terminado una obra compuesta por publicaciones periódicas. De facto, Georges Remi, mundialmente conocido como ‘Hergé’, publicaba, con frecuencia, tiradas de sus viñetas, las cuales terminaba fusionando en uno de sus capítulos completos de Tintín. No sé si lo hizo durante toda su trayectoria o nada más que al principio; pero lo hacía.
Es más, Hergé lo hacía en una época que no era tan febril en la búsqueda de ‘gratificaciones instantáneas’, lo cual es un punto a mi favor a la hora de lavarme la conciencia; y para más inri, perteneciendo él a lo más granado y florido del mundo del cómic, factor que no sólo atenúa mi culpa, sino que me exime de cualquier cargo. Así pues, me considero libre de pecado.
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