Los cambios de personalidad que sufre mucha gente en redes sociales me recuerdan demasiado a la novela de El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde.
En este hito de la literatura, el Doctor Jekyll, científico honrado, elabora una pócima que le transforma, por momentos, en el Sr. Hyde, hombre de lo más vil, abyecto y desmañado. No deja de ser Jekyll, pero, a veces, se convierte en el tenebroso Hyde, quien le fagocita progresivamente.
De este modo, queda reflejado cómo toda buena persona, también, esconde un lado perverso que puede aflorar. Todos tenemos un abominable Mr. Hyde en nuestro interior.
El actuar detrás de una pantalla nos facilita exteriorizar una faceta de nuestra personalidad que no nos está permitida en la vida real. Por eso, saca al Mr. Hyde que llevamos dentro.
Y el realizarlo en público y delante de tanta gente, nos empuja a hacer teatro, a sacar de la cueva a nuestro yo más histriónico. Por ello, también, provoca la eclosión del Mr. Hyde que llevamos dentro.
A cada persona, el actuar emboscado frente a una pantalla y a modo teatral le afecta de diversas maneras. Como no puedo abordar todas, fijaré el peso de mi atención en las más cotidianas y comunes.
Hay mucha gente que se afana en ir de divo o diva superficial y materialista. A demasiados, les da por realzar su belleza de adonis con imágenes de fotógrafo profesional, mostrando a sus lustrosos atuendos, esbozando sus «naturales» muecas de «pichabrava» o exhibiéndose medio en pelotas en la playa.
También, es un clásico la actitud de aquellos que aparentan estar viajando de forma permanente, cuando sólo lo estuvieron en agosto. Abundan las personas que proyectan esa imagen en redes sociales, cuando, en la vida real, son humildes, sencillos, afables, risueños e incluso, normales. Aquí, aflora su pequeño Mr. Hyde, que adopta forma de estrella de Hollywood.
Otro estereotipo bastante extendido es el del cursi relamido, meloso, somnoliento… Proliferan por doquier los «moñas» de olimpiada, los de las reflexiones «buenistas», las frases lacrimógenas de motivación, los mantras políticamente correctos, los que alardean de «solidarios» desde un rascacielos, etcétera. Todo ello orientado a recibir quinientos vítores en forma de corazoncitos o dosmil aplausos con fisonomía de «likes», cuando, en la vida real, se llevarían estrepitosas collejas a raudales, a espuertas, a porrillo, «a cascoporro». Aquí, eclosiona su pequeño Mr. Hyde, esculpido en forma de filántropo albert-riverista.
Una tercera tipología podría ser la del que le echa agallas con opiniones polémicas, como es el caso del autor de este artículo, quien, en la vida real, es de lo más correcto, circunspecto, gentil, mesurado y comedido, exuda aplomo y gallardía desde todos sus confines corporales, fruto de su más exquisita educación, hasta el punto de ser ligeramente cobarde. Aquí, sale de la caverna su pequeño Mr. Hyde, el cual, en ocasiones, puede ser un Señor Hyde benigno, ya que transforma la horchata que recorre sus venas en fuego, liberándole de su habitual cobardía, exceso de bonhomía y talante bienqueda. Si mi Doctor Jekyll es Bambi, mi Mr. Hyde es El Cid Campeador.
Un cuarto tipo sería el criticón compulsivo y expeditivo, el que vierte por escrito toda suerte de barbaridades, coléricos improperios y sádicas bravuconadas que, en la vida real, no tendría ni medio gameto a soltar. Aquí, se escapa de la celda su Mr. Hyde más enfurruñado, el cual resultaría más guapo si tuviese el hocico sellado por una jaula llamada «bozal».
Prolifera una extensa floresta, infinito etcétera o quilométrica retahíla de comportamientos durmientes que despiertan delante de una pantalla, pero he tenido que abreviar con cuatro tipologías de lo más extendidas.
Además de dar rienda suelta al Mr Hyde que llevamos dentro, las redes sociales liberan de las mazmorras a Waldo, el osito azul de la serie Black Mirror.
No acostumbro a valerme de series como cita, porque otorgarles categoría intelectual de novela me parece una supina paletada, pero, en este caso, me voy a permitir servirme del ejemplo de Waldo, el cual me resulta verdaderamente ilustrativo.
Hecha esta aclaración autojustificativa, cabe destacar que Waldo es un osito virtual, manejado por maquiavélicos «influecers» mediante unos mandos, que se dedica a debatir con políticos de carne y hueso a través de una pantalla, y que rebaja el debate político al nivel del chascarillo barato y la gracia tonta. Al final del capítulo, este engendro azulado logra desbancar a sus rivales humanos, por ende, ganar las elecciones y por consiguiente, gobernar con talante désporta y tiránico.
Pues bien, la sobrepolitización de circo a la que nos someten las redes sociales, donde estamos recibiendo información política durante las veinticuatro horas del día y a modo de entretenimiento, donde el mejor candidato es el que fabrica el meme más efectivo, vomita el eslogan de mayor impacto en un vídeo corto o confecciona el titular periodístico más enérgico, depaupera el nivel del debate, nos ideologiza hasta las marismas de nuestras entrañas y pone un trono al radicalismo en formato 2.0, con rostro moderno, tecnológico y «sostenible».
Lo más triste de todo es que si a la izquierda le ha sido muy útil recurrir a Waldo, la derecha se ha visto en la tesitura de defenderse creando a «Gualda», para no ser condenada al ostracismo por votantes que demandan entrenimiento superficial y donaire depauperado. El problema de fabricar dragones es que te ves forzado a recurrir a otros dragones para no ser calcinado, lo que convirtierte el escenario en una pescadilla que se muerde la cola.
Por todo esto, no puede ser más atinado resaltar que las redes sociales convierten la democracia en demagogia, que es la exaltación de las emociones, de los sentimientos por encima de la razón, como modo de hacer política. Santo Tomás de Aquino ya advirtió, en plena Edad Media, que esta práctica es una forma de abuso de poder. Y no es incorrecto concluir, de un modo personal, que nos está arrastrando hacia el despotismo y la tiranía, dado que el culto a la irracionalidad de las pasiones instaura el radicalismo.
A esto, cabe añadir que José Ortega y Gasset, en su obra La rebelión de las masas, denunció el fenómeno de rebajar la calidad de las élites para amoldarlas al gusto del populacho, reduciendo a las autoridades a “hombres-masa». La sobreabundancia de redes sociales está espoleando esta realidad, puesto que la frivolidad es entronizada con «likes» y aureolada a base de corazoncitos. Y lo sublime tiende a ser aparcado en la cuneta del olvido y arrojado sin piedad al baúl de los recuerdos.
H.G. Wells, en su célebre cuento El país de los ciegos, dibujó a un personaje con vista que tenía que arrancarse los ojos para ser aceptado en un lugar de seres con ceguera. El protagonista de esta historia no lo hizo y huyó despavorido de aquel paraje. En el mundo actual, sucede algo meridianamente parecido: se demanda que la gente se rebaje a sí misma, que se arranque los ojos en aras de recibir los «likes» y los «follows» de una masa cegada por la estulticia.
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