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COLUMNISTA: Ignacio Crespí de Valldaura
Aunque a un primer golpe de vista Sevilla no se parezca a Londres y a París ni en el blanco de los ojos, estoy convencido de que este trío de urbes forman un eje de simetría en lo que a espíritu se refiere. En cuanto a estilo de vida, es cierto que no tienen absolutamente nada que ver.
Con el transcurso de los años, me he ido dando cuenta de que el alma sevillana no dista, ni por asomo, del espíritu parisino y londinense. Los habitantes de este tríptico de majestuosas ciudades guardan una íntima avenencia, tanto en sus virtudes como en sus defectos; todo hay que decirlo, aunque predomina lo positivo sobre lo negativo, naturalmente (de no ser así, carecería de agallas para publicar este artículo, puesto que estoy casado con una flamante Afrodita sevillana).
Las virtudes, analizadas por separado, que unen a cada una de estas ciudades
En Sevilla, por ejemplo, no es aconsejable que deambules por la ciudad hispalense con pantalones cortos (es probable que te pregunten si vas a la playa). Tampoco está bien visto que ignores qué ropa llevar puesta y cómo comportarte en cada momento y situación, especialmente en Semana Santa, Feria, en la plaza de toros de la Maestranza o en un convite en el campo de alguien. Los hay que ven con ojos críticos esta rigidez sin concesiones, pero yo, en cambio, lo percibo como una custodia ejemplar de sus pilares identitarios (huelga recordar lo que sucede cuando se abre la mano).
En París, verbigracia, las personas pertenecientes a cualquier estrato o clase social visten con una distinción sin parangón (unos con mejor o peor gusto, pero creo que la media supera a casi cualquier nación); rinden culto a sus artistas y museos con un fervor implacable; sus restoranes gozan de un glamour decorativo exquisito (incluso en los peores barrios); y cuando te convidan a sus casas, te reciben con versallescos alardes de sofisticación.
Londres es la cuna del dandismo, el paraíso del ‘gentleman’ victoriano. Pese a que abunden los jipis ‘made in Lennon’ y los horteras de calcetín blanco, también, está atestado de castizos que visten como auténticos ‘lores’ (y de señoras de clase media cuyo pelo blanco rizado las convierte en genuinas ‘tea ladies’). Sus actos institucionales son el epicentro de la solemnidad occidental, ritos aureolados de pompa, devoción y boato.
A lo dicho, cabe añadir que las fachadas de los edificios de este trípode de ciudades son un verdadero primor, un derroche de belleza con escasos precedentes mundiales.
El defecto común del eje Sevilla-Londres-París: tradicionales en lo estético, pero heterodoxos en lo ético
El vicio por antonomasia de este triunvirato de urbes europeas es la disonancia que existe entre su fondo y sus formas. Esta triple entente se caracteriza por ser muy tradicional en lo estético, pero heterodoxa en lo ético; aunque, en el caso de Sevilla, yo hablaría más de tibieza y flojera que de heterodoxia, en sentido estricto; el alma sevillana se sitúa mucho más cerca de Cristo; el espíritu parisino, en cambio, está más imbuido de bohemia ‘librepensadora’ y el londinense, de una religiosidad relativista y desnortada.
Sevilla se transfigura en el faro espiritual y la piedra angular de la Cristiandad Universal cada vez que se celebra una Semana Santa, pero dicha solemnidad se ve ligeramente empañada por la falta de entereza de sus habitantes a la hora de hacer ayuno y abstinencia, y de asistir a Misa todos los domingos del año. Late cierta disonancia entre su fondo y sus formas.
Londres hace descender el Reino de los Cielos a la tierra cada vez que tiene lugar una Coronación Real o un acto institucional de notorio raigambre, pero el indiferentismo religioso y el progresismo legislativo en cuestiones morales fundamentales destacan por su ignominiosa presencia. Palpita una disonancia puntiaguda entre su fondo y sus formas, fruto de que el anglicanismo está muy enfocado en el cuidado del rito, mientras que el Catolicismo se halla más centrado en la búsqueda de un encuentro íntimo con Dios (así, lo reconoce el filósofo anglicano Sir Roger Scrutor, en su ensayo ‘Cómo ser conservador’).
París está compuesto por los más aguerridos defensores de la Cristiandad cuando ésta se halla en peligro de extinción, aunque es cierto que hasta que no llegan a tal extremo, se encuentran profundamente dormidos en los laureles del indiferentismo religioso, del progresismo moral y de una promiscuidad engalanada con pelucas empolvadas (son demasiado mañosos a la hora de transformar en ‘glamourosos’ los pecados de la carne). Esta exacerbada disonancia entre su fondo y sus formas creo que se debe a que Francia fue de las primeras patrias del mundo en abrazar la Fe Católica (por obra de la Reina Santa Clotilde, quien convirtió a su marido, Don Clodoveo) y también, la Babilonia del nacionalismo revolucionario a nivel mundial; es la tierra tanto de Napoleón Bonaparte como de Santa Juana de Arco (de ahí, esta electrizante tensión de incongruencias).
En estas tres majestuosas urbes, creo se cumple aquella advertencia de Jesucristo, esa que reza: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí» (Mc 7, 6-8). PD: En el caso sevillano, no es para tanto, aunque sí que, en cierta medida, ocurre.
Lo positivo de esta disonancia entre su fondo y sus formas
Es verdad que me he centrado en lo negativo de este incoherente maridaje entre su fondo y sus formas, pero el filósofo Sir Roger Scruton ha logrado convencerme de que existe algo esperanzador en esta incongruencia, a través de su ensayo ‘Cómo ser conservador’.
Este erudito británico pone el acento en que esta disonancia entre fondo y forma es preferible a la ausencia de ambas; y que, por consiguiente, la presencia vivificante de las formas consigue rescatar al fondo en reiteradas ocasiones.
¿Es posible llegar a Dios a través de la belleza en las formas?
Scruton nos recordó cómo multitud de almas británicas han pasado de la incredulidad a la conversión al quedar deslumbradas por la hermosura del rito y la arquitectura Cristiana. De hecho, el católico converso G.K. Chesterton hizo un inefable hincapié en la conversión a través de la belleza. Aquí, se puede vislumbrar el poderoso magnetismo de las formas.
En estos preciosos términos lo desarrolló el genio de Sir Roger Scruton: «Nadie sabe si Ruskin era un cristiano residual, un compañero de viaje o un ateo profundamente apegado a la visión medieval de una sociedad ordenada por la fe (…) El estilo gótico, tal como lo describía y prescribía, existía para recobrar lo sagrado en una época secular; para ofrecer visiones de sacrificio y labores sagradas, para contrarrestar, así, los productos sin alma de la maquinaria industrial. Sería, en medio de la locura utilitaria, una ventana a lo trascendente, donde pudiéramos una vez más descansar y maravillarnos, y donde nuestras almas se llenarían de la luz de mundos olvidados. El Neogótico -tanto para Ruskin como para el ateo William Morris, como lo había sido para el católico devoto Augustus Pugin- fue un intento de volver a consagrar la ciudad como una comunidad terrena construida sobre suelo santo».
El amor por la Religión de las personas poco practicantes
El conspicuo pensador inglés de Scruton, también, incidió en la visión del fondo religioso de Sir James Fitzjames Stephen, consistente en el consuelo que irradia en la psique humana de la comunidad (incluso cuando ésta no es especialmente practicante; por esto, entre otras razones de mayor profundidad espiritual, pienso que pese a que su práctica entre en declive, al final, el pueblo no está dispuesto a tolerar su desaparición).
George Orwell, por su parte, afirmó que, en Gran Bretaña, existe un poderoso sentimiento cristiano, pese a que la práctica del mismo resulte bastante abandonada.
Volviendo a las exquisitas reflexiones de Sir Roger Scruton, extraídas de su obra ‘Cómo ser conservador’, cabe destacar la siguiente: «Dependemos del dominio de lo sagrado incluso sin creer necesariamente en su fuente trascendental, que es por lo que la cultura nos importa»; a esto, añade la hegemonía de lo sacro en los «cascos urbanos y edificios históricos, en la defensa de las formalidades y ceremonias de la vida pública, y en el mantenimiento de la alta cultura de Europa».
Una reflexión brillante para concluir
Como colofón final, voy a incluir otro excelso renglón de Sir Roger Scruton, el cual reza así: «Deberíamos ver la presencia ceremonial de la Iglesia Anglicana en nuestro Parlamento como Bagehot veía la monarquía. Es parte del aspecto ceremonial del gobierno más que del eficiente. Es un inofensivo recordatorio de nuestra historia, del lugar de donde venimos y de la fuente del diseño moral que está contenido en nuestras leyes y costumbres. Pero no confisca ningún aspecto de la vida secular».
Para explicar la visión monárquica de Bagehot de forma un poco más pedagógica, cabe considerar que este intelectual dijo que mientras el gobierno es la parte eficiente, la Corona encarna la solemne; en otras palabras, que la política representa el poder (la ‘potestas’) y el Rey, la autoridad (la ‘auctoritas’).
Scruton, por su parte, establece un paralelismo entre esta teoría de Bagehot y la relación política-Religión; donde la primera representa el poder gubernamental y la segunda, la solemnidad.
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