El otro día, desde el cómodo cobijo de mi habitación y viendo el telediario mientras engullía el alimento propio para la supervivencia, me chocó ver la imagen de un soldado muy joven ruso capturado y llorando mientras hacía una videollamada a su madre, a la vez que sus ucranianos captores lo grababan. No sé si todo era pura propaganda programada, pero convencido estoy del buen trato del noble pueblo ucraniano a sus capturados.
La cuestión es que me llamó la atención que un soldado del frío, sufrido y sólido ejército de la madre Rusia llorase, fuese por el motivo que fuese. Creo que sería el último ejército del que me hubiese esperado ver a un soldado llorando… Y a su vez, me hizo reflexionar sobre otra cuestión: la guerra no está hecha para la sociedad occidental del s. XXI.
Ucrania, con un abundante número de inmigrantes en muchos países occidentales y por cultura, se puede considerar dentro del mundo occidental, aunque no al 100% ni mucho menos.
Por otro lado, ni de coña me imagino a un miembro del ejército rojo sometido a las embestidas de la bestia nazi en la ciudad de Stalingrado llorando. Una época en donde el ciudadano a pie carecía de cualquier tipo de comodidad y de distracción, salvo irse a poner ciego vodka en la taberna, y el hombre medio parecía que tenía un único fin desde su nacimiento: morir en la guerra por su país o cavando en un gulag en Siberia…
Que un soldado llore ante su madre, mientras se encuentra estabulado en una guerra que carece de sentido, es de una lógica aplastante. Lo malo es la actitud del hombre occidental que derrama lágrimas ante cualquier sinsabor, y que, además, lo hace a moco tendido.
En definitiva, la guerra no está hecha para el hombre occidental del siglo XXI. Quizá en el caso de un africano en pelea tribal, otro gallo cantaría, pero no para el comodón y apoltronado hombre occidental.
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