‘La soledad es hermosa, siempre que se tenga a alguien a quien contársela’ (Bécquer).
‘Ser independiente y solitario es una virtud de una minoría, el privilegio de los fuertes’ (Nietzsche).
‘La soledad es el real patrimonio del alma’ (Schopenhauer).
¡Oh soledad! ¡Qué gran dispar verdad! Vivimos en un irreal estado de confinamiento colectivo pasajero, esperemos… Es ahora donde nos reencontrarnos con nosotros mismos después de la vorágine frenética capitalista de la competición diaria. En todo caso, sí hay trabajos o situaciones en donde la soledad es requisito fundamental.
Existen dos hoteles en los Estados Unidos, allá por la zona de las rocosas, en donde en pura analogía con el Overlook del Resplandor, se necesita un hospedero (sin huéspedes) para cuidar el mantenimiento del hotel durante los días de invierno, hasta que llegue la primavera y puedan disfrutar del aire puro de la montaña, de límpidos ríos y frescos bosques. Pero, en invierno, al entrar gélida corriente canadiense, puede quedar medio sepultado por la nieve, con el hospedero y sus víveres dentro.
Puede que el sujeto se lleve a su mujer y a su hijo, y encima sea escritor, tenga barba de pocos días y cara de sádico. Esto sí es un motivo para pedir el divorcio.
El hospedero debe cuidar del mantenimiento del mismo, lo cual no impide que pueda tomarse algo en el salón ‘belle époque’ de vez en cuando, en compañía distinguida y atendido por Llyod, el barman, en amable conversación mas manteniendo las protocolarias distancias.
Tradicional y fundamental trabajo en vías de extinción en pro de la continua maquinización. De hecho, deben quedar como unos 30 fareros en toda España.
Siempre debe haber alguien de humana vigilancia para evitar males mayores, salvo que el susodicho se quede dormitando a pierna suelta después de haberse tomado unos lingotazos para hacer más llevadera la cuestión.
El comercio marítimo ahí está, y siempre estará por los siglos de los siglos, y los faros son vitales para que el patrón no encalle y se meta el castañazo padre por la noche. Los modernos GPS, radares y satélites tampoco pueden vencer al milenario faro, ahí resiste.
Y ahí estaba el farero, de cuerpo presente, pero de alma ausente quizá; meditando, mirando hacia el mar, perdido entre el infinito del cosmos de lo que le rodea, y dando alguna señal de alarma como los mundiales, es decir, cada 4 años.
En el cristianismo, la vida eremítica tiene por finalidad alcanzar una relación con Dios que se considera más perfecta.
La vida del ermitaño está por lo general caracterizada por valores que incluyen el ascetismo, la penitencia, el alejamiento del mundo urbano y la ruptura con las preferencias de este, el silencio, la oración, el trabajo y, en ocasiones, la itinerancia.
En eterna y perenne abstracción hasta el día de su muerte. Renuncia al contacto social con el fin de alcanzar la plenitud comunicativa, no con los burdos y necios mortales, sino con el mismísimo Creador y a ello consagran cuerpo y mente.
¿Cuál es el gran problema? Que el hombre es un animal social y duro deberá luchar por deshacerse de tal primaria condición.
Más una situación que un trabajo; más ficción que una realidad, pero… Imagínense estar en un lugar del cual no poder escapar, aunque se quiera. Estar aislado en cualquier sitio fuera de tu voluntad en donde no tienes ningún contacto humano.
Esto puede darse en secuestros brutales, celdas de aislamiento de regímenes totalitarios, destierros políticos decimonónicas en alguna isla perdida colonial…
Hay que resistir, sobrevivir, adaptarse al medio, y sobre todo, ¡no perder la esperanza! Si eres cristiano, reza. Si eres hedonista, piensa en placeres futuros cuando esto se acaba. Si eres indiferente, echa a volar tu mente.
La esperanza es un faro inmenso que nos mantiene. Y ya se sabe, en esta vida, siempre hay buenos tiempos y malos tiempos. Y a lo largo de la historia desde luego que los ha habido malísimos. ‘El sufrimiento, en realidad, es algo consustancial a la naturaleza humana’.
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