El separatismo nos lleva demostrando, durante décadas e incluso siglos, que no tiene una versión pacífica, sosegada, almibarada y con buen talante.
Y cuando consigue sacar brillo a su rostro amable, bien, se encoleriza con los años, o bien, acaba desapareciendo.
Así, le ocurrió a Unió cuando lo capitanearon Ramón Espadaler y Durán i Lleida, en su versión más acharolada, templada y regionalista no separatista.
Intentaron construir un regionalismo catalán no separatista, de signo civilizado e incluso demócrata-cristiano, pero el tiro les salió por la culata, porque el nacionalismo, a la larga, no entiende de medias tintas.
El nacionalismo, al convertir en idolatría un modelo de nación, como si se tratase de un dios pagano, acaba sobreponiéndose al catolicismo, por muy democristiano que sea (o no).
Sabino Arana, por ejemplo, cuando fundó el nacionalismo vasco, lo hizo bajo una fuerte inspiración católica, pues veía el patriotismo decimonónico español demasiado liberal y secular.
Pues bien, el PNV de ahora es un partido proabortista y no claramente contrario a la ideología de género.
Esto es así porque el nacionalismo, al idealizarse a modo de deidad pagana, se acaba sobreponiendo a la Religión.
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