En un recóndito archipiélago del mapamundi, en el que viven alrededor de dos mil personas, el Gobierno decide encarcelar, por decreto, a un segmento muy -pero que muy- considerable de la población; al treinta y ocho por ciento de los habitantes, para mayor concreción.
Como mis venerables lectores se pueden imaginar, el conjunto de los presidiarios lo forman disidentes del stablishment vigente; personas pacíficas y democráticas, pero que le generan algún tipo de animadversión al statu quo.
Las paredes de la jaula, también, irradian belleza; son unos gruesos muros, construidos sobre varias piedras apiladas, con forma rectangular y algo ovalada, unas de color gris neutro y otras, esmaltadas de un salmón terroso y de un llameante rojo cobrizo (a decir verdad, son preciosas, y aíslan muy bien del calor). Más que una cárcel, parece una petite tour d’ivoire (pequeña torre de marfil).
La cama de este hermoso zulo es bastante estrecha, pero el colchón resulta verdaderamente confortable, mullido y esponjoso. De la rocosa pared, cuelga una pequeña biblioteca, pero virgen, expedita, huérfana de libros (curiosamente). En una de las esquinas, hay un tocadiscos de vinilo, con cinco ejemplares de música clásica tendidos sobre el suelo adoquinado. En el rincón opuesto, se yergue un escuálido -y macilento- escritorio victoriano, con un tapete verde encima de la mesa, de la que descuella una cimbreante lámpara de banquero. Paulo Perkins no entiende nada…
El desdichado Perkins, en un rapto de locura, se dispone a hacer unas flexiones, para evadirse un poco de la tribulación que le carcome; pero, antes de empezar, recuerda que no va a poder ducharse hasta la mañana siguiente, por lo que se retrae de practicar ejercicio. Este prisionero es de olfato sensible, no soporta los aires viciados, ni los hediondos vapores; en román paladino, detesta ese olor pestilente desprendido por el sudor.
Atrozmente aburrido, hastiado, Paulo Perkins opta por dar uso al tocadiscos de vinilo, para masajear sus tímpanos con dulces sinfonías de Beethoven; mientras contempla la densa vegetación de las colinas adyacentes.
El sol -redondo y rojo- languidece lentamente, y tiñe las nubes de un entrañable esmalte rosa; para, acto seguido, deshacerse en jirones de algodón de azúcar; que se deslizan, con sutil y cariñosa parsimonia, por las laderas de los montes; todo ello con las sinfonías de Beethoven silbando desde el horizonte acústico; bendito silencio musical…
Durante estos instantes eternos, el recluso Paulo Perkins logra reconciliarse con el silencio, del que tantas veces había abjurado; pero no con un silencio cualquiera; no con un silencio hueco y completamente mudo; sino con uno de corte humanístico, intelectual, de esos que evocan poesía.
Paulo Perkins alcanza a comprender que, hasta aquel momento, había vivido consagrado al deporte, a la búsqueda del éxito profesional, a los almuerzos en restoranes esnobs y al pandemónium de distracciones suministradas por el teléfono móvil. Esto no implica que el cuidado del cuerpo, las ganas de crecer en la órbita laboral, las quedadas con amigos y el entretenerse un ratito con el celular le parezcan mal ahora; pero sí que piensa en lo nocivo que resulta que su vida entera girase en torno a estos menesteres (hasta el punto de tener abandonada toda inquietud intelectual y espiritual).
Perkins, tras permanecer tres días abismado en la delectación contemplativa, recibe una extraña visita. Un hombre encapuchado -con el rostro cubierto por un antifaz, desde el que asoman unos lucientes ojos color jade- se encarama a los barrotes de la celda, ubicados en el costado oeste de esta rocosa mazmorra; y por los huecos que hay entre barrote y barrote, introduce un puñado de libros de elevada magnitud intelectual. Escasos segundos después, se esfuma sin dar ninguna explicación, como si fuese un espectro proveniente de algún lugar lejano.
El Sr. Perkins se zambulle, con fruición, en los libros. Saborea sus renglones pausadamente, sin prisa, hambriento de curiosidad intelectual.
Tras leer una teoría del filósofo Jeremy Bentham, entiende por qué ha sido encarcelado. Este pensador abogaba por lograr la felicidad para el mayor número de personas, y el Gobierno vigente ha llevado esta conclusión al paroxismo, al colmo del absurdo, hasta el extremo de enjaular el treinta y ocho por ciento de la población; bajo el pretexto de que es algo que agrada a más de la mitad de la ciudadanía (véase a la mayoría). De aquí, que esta medida tan dictatorial haya sido aplicada en un régimen que se jacta de ser impecablemente democrático.
Con esto, se cumple aquel peligro del que alertaba Alexis de Tocqueville, aquello que calificó como “la tiranía de la mayoría”; y por consiguiente, el Sr. Perkins comprende que el jurista Hans Kelsen hiciese hincapié en la instauración de una norma suprema, es decir, de una constitución que estableciese unos principios mínimos de convivencia y orden, que no pudiesen ser vulnerados.
La respuesta a este interrogante la encuentra en Rebelión en la granja, la célebre novela de George Orwell. En dicha granja, que anteriormente estaba presidida por humanos, los cerdos que la acaudillaban habían prohibido terminantemente adoptar cualquier conducta propia de humanos. Pues bien, los seres porcinos, después de ser pillados, in fraganti, durmiendo sobre camas convencionales, adujeron que las suyas estaban hechas de paja, y no de muelles y colchones. Con esto, el autor trataba de explicar cómo, con un uso torticero de la retórica, se puede dar la vuelta al contenido expreso de una ley.
Tras haberse sumergido en estas lecturas de filosofía política, Paulo Perkins se inclina por adentrarse en otras de mayor profundidad espiritual; como bombonas de oxígeno que te permiten bucear hasta las marismas del alma.
Tras leer a Homero, Platón, Sófocles o Esquilo, se da cuenta de que no existe nada tan completo, con tantos ángulos, recodos, aristas y paradojas como todo lo que rodea a la crucifixión de Nuestro Señor Jesucristo.
Cristo fue Rey y a la par siervo de los míseros pecadores, paradoja perfectamente reflejada en aquella corona de espinas que le fue ceñida con escarnio y vileza; Pedro -a quien Jesús entregó las llaves de su Iglesia- fue un santo inconmensurable, beatitud que no le exoneró de su debilidad humana, flaqueza meridianamente reverberada en aquel episodio en el que negó tres veces al Hijo de Dios; Santo Tomás Apóstol, uno de los seguidores más acérrimos del Señor, necesitó ver a Jesús resucitado y colocar el dedo en su costado, para creer -con fe verdadera- en su resurrección; Dimas, aquel hombre condenado por la justicia a la crucifixión (conocido como El Buen Ladrón), pasó a ser el primer santo reconocido de la historia, después del inenarrable acto de fe que realizó ante Cristo, como su compañero de condena; la ambigüedad de Poncio Pilato, quien hizo un tímido -e infructuoso- intento de que Cristo no fuese flagelado, pero cuya cobardía le impidió tomar cartas en el asunto con firmeza y determinación; el descaro con el que las autoridades de justicia -romanas y judías- esquivaron los procedimientos legales para salirse con la suya; San Longinos, aquel centurión que se convirtió al instante de traspasar el costado de Cristo con su lanza, y que murió mártir, un tiempo más tarde, por su causa; etcétera, etcétera, etcétera…
Esta experiencia en la cárcel estaba siendo, para Paulo Perkins, lo mejor que le había pasado en la vida. Recuperó ese silencio que nos permite mirar dentro de nuestro corazón, para escuchar la voz de Dios, tan silenciada por los ensordecedores ruidos mundanales (presentados en forma de placeres y distractores; e incluso de obligaciones y deberes).
Durante sus fructíferos momentos de lectura, curiosamente, dio con un libro que le explicaba cómo escapar de aquella hermosa mazmorra; el truco consistía el rallar, con el filo de todos los discos de vinilo, los barrotes situados en el flanco oeste de la habitación.
Tras partir en dos un par de los barrotes, se echó al monte despavorido y a la desbandada; sin saber muy bien hacia dónde dirigirse.
Paulo -atónito, perplejo y conturbado- escucha cómo aquella semana eterna de cautiverio había sido un teatro orquestado por su padre; como si fuese una especie de mili o de campamento educativo que hiciese de él un hombre.
El Sr. Perkins, tras cerciorarse de que, en su isla natal, no había sucedido absolutamente nada, dudaba entre propinar un caluroso abrazo a su padre o denunciarle ante los tribunales; y se decantó por la segunda opción, puesto que se encontraba henchido de cólera y desazón después de lo ocurrido…
Ya en el juicio, cuando veía que su abogado estaba a punto de desarbolar al letrado defensor de su padre, Paulo Perkins intervino para persuadirle de que hiciese lo posible por perder; con la promesa de redoblar la suma de sus honorarios si acataba esta orden repentina.
Tras liberar a su padre del yugo y la férula de la justicia, le dio las gracias por cambiarle la vida; e incluso reconoció, anegado en un océano de carcajadas, que esta broma había sido la anécdota más chispeante de su vida.
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