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No se trata de una historia basada en hechos reales, pero sí de una fábula más real que la vida misma, en la que la ficción es más realista que la propia realidad.
Mientras Pep emperifolla su semblante con esmero, exfoliándolo y tonificándolo en profundidad, de tal modo que quede perfectamente bruñido, Garcilaso le propone ir a pasar juntos el próximo puente en Roma.
Josep el hípster acepta sin ambages la propuesta de embarcarse rumbo a la Ciudad Eterna; y ambos emprenden este viaje de la mano de su amigo Pelayo, un ‘pijales’ de la vieja guardia adicto a las fiestas de ocasión; uno de esos ‘party animals’ curtidos en mil batallas, que no se pierden ninguna bullanga, jácara, jolgorio, francachela, rebullicio ni algarabía.
Garcilaso el cofrade y Pelayo el fiestero deciden ir a un restorán en el que preparan las mejores pizzas de Roma, pero Josep el hípster consigue truncar sus planes, a base de darles la plasta con machacona insistencia. El motivo de esta negativa de lo más peculiar es que Pep se encuentra enfrascado en una ‘dieta paleolítica’; y eso que no está gordo, ni siquiera ‘fofisano’, pero se halla consagrado a su apolínea figura, manía que sus compañeros de viaje tienen que soportar con estoica abnegación.
Después de la cena, Pelayo el fiestero les intenta llevar de picos pardos. Garcilaso el cofrade, aunque estuviese un tanto cansado, entiende que tiene que hacer un pequeño esfuerzo por conocer la noche romana, por lo que acepta participar en esta andadura, pero con el requisito de volver pronto al hotel. Josep el hípster consigue truncar sus planes de nuevo, esgrimiendo el argumento de que todos ellos necesitan conciliar bien el sueño para hacer turismo al día siguiente; además de que quedan dos noches por delante y de que si se fuesen de parranda sin él, no madrugarían lo suficiente mañana.
Esta muestra de deferencia tiene trampa, puesto que consiste en constreñir a sus compadres a desayunar nutrientes ‘healthy’, en aras de comenzar el día de manera saludable.
Mientras Josep el hípster se da una de sus interminables duchas relajantes, Garcilaso el cofrade y Pelayo el fiestero aprovechan estos minutos de gloria para bajar al bar de enfrente, y así, volver a desayunar, pero, esta vez, como Dios manda.
Pese a las manías del hípster, hay que reconocer que este trío dinámico pasa un día formidable; serpenteando, con ahínco y frenesí, por las calles de la Ciudad Eterna; deteniéndose, maravillados, ante la inefable belleza que atesoran sus ruinas milenarias. La Roma augusta, la Roma invicta, la Roma inmortal consigue imprimir una huella indeleble en el frontispicio de sus almas.
Esta vez, no obliga a sus camaradas a privarse de opíparos manjares itálicos, ni de salir a lanzar una canita al aire por la Roma de Venus, Baco y Apolo. Simple y llanamente, aboga por retirarse a sus aposentos a la hora de la cena, para reunirse con ellos a la mañana siguiente. No se decanta por chafarles el plan, pero sí por extraviárselo a medias, puesto que el jolgorio sería más divertido en compañía de un tercer mosquetero (bueno, en el caso que nos ocupa, no estoy del todo seguro).
Llega el domingo, día sacro, con Roma como nimbo y el Vaticano, como aureola. Garcilaso el cofrade se dispone a ir a una Misa solemne en el corazón de la Ciudad Eterna. Pelayo el fiestero vence la pereza y opta por acompañarle, dado que considera que la ocasión lo merece. Josep el hípster abronca a ambos por dejarle solo durante cuarenta y cinco minutos, después de que él les hubiese dejado plantados la noche anterior. A su reprimenda, agrega que son unos moralistas, que viven estabulados en el siglo XIX y que “abandonarle” no es una conducta cristiana; ni tolerante.
Josep el hípster persiste tanto en su soflama que logra cohibir a sus compadres; lo consigue a base de blandir el argumento de que le hace una ilusión desbordante visitar determinado museo que cierra pronto, al cual le parece intolerable asistir solo.
Pelayo el fiestero acude con él, además de vivirla con una emoción inusitada, con un fervor insólito, inenarrable; ilusión que le espolea a enfilar la cola del confesionario, lugar al que no asistía desde hace más de siete años. Garcilaso, también, se confiesa, dado que se había fundido en un lujurioso beso con una florentina la noche anterior.
Ya es lunes. Este tríptico multiforme de amigos tiene que volver a Madrid. El avión sale a las cinco de la tarde, pero el cargante de Josep el hípster insiste en llegar al aeropuerto a las doce la mañana; arguyendo que le genera “picos de ansiedad” no arribar en los sitios con una antelación muy holgada. Sus compañeros de viaje, sumidos en un éxtasis de resignación, se vuelven a curvar ante su despótica voluntad.
Aunque Garcilaso el cofrade y Pelayo el fiestero estuviesen hasta las narices de las manías de su amigo hípster, no cayeron en la tentación de ponerle la cruz; ni siquiera de negarse a volver a viajar con él. Aparte de ser buenos amigos, consideran que Josep, también, lo es, por lo que se inclinan por pasar por alto sus rarezas.
“Garcilaso, tú que eres muy religioso, no te caracterizas por tener una conducta moralista. No te gusta sermonear a los demás, incomodarles, ni meter las narices donde no te llaman. Tampoco despedazas a los que conocemos cuando cometen un mal acto. Más bien, exudas compasión, misericordia.
En cambio, Josep, quien se encuentra resabiado de ideas progres, se pasa el día no sólo diciendo a los otros lo que tienen que hacer, sino imponiendo su voluntad sin miramientos ni contemplaciones.
Le tengo mucho cariño y le considero buena persona, pero ello no quita que sea un pelmazo de alta competición.
Se pasa el día midiendo, con escrupulosa precisión, la salubridad de lo que come y lo que bebe; mientras tú disfrutas del vino y la comida.
Experimenta un sufrimiento en carne viva a diario en el gimnasio, todo por conservar una imagen socialmente bien vista; mientras tú acostumbras a dar plácidos paseos contemplativos.
Se afana por devorar noticias que no le importan, con el objetivo de dar la sensación de que está más enterado que el resto; mientras tú te sumerges en lecturas poco convencionales, que sí te colman.
Se adhiere a corrientes ideológicas que están de moda para recibir la aceptación de sus coetáneos; mientras a ti hasta te reporta placer disentir de la mayoría.
Siempre calibra, con escuadra y cartabón, cualquier opinión que brote de sus labios, en aras de prevenir que nadie le pueda calificar de ‘raro’; mientras que tú gozas de la libertad de hacer diametralmente lo contrario”.
Tú, Garcilaso, en fondo, haces bastante lo que quieres. Francamente, incluso desde un punto de vista hedonista, placentero, prefiero vivir con tu cristiana rectitud que con la supuesta heterodoxia de Josep; quien, a la postre, es más escrupuloso que heterodoxo.
Moraleja I: Mientras que la rectitud moral y el moralismo empiezan siendo sinónimos y se acaban convirtiendo en antónimos, el libertinaje y el puritanismo comienzan siendo antónimos y se terminan transformando en sinónimos.
Moraleja II: El libertinaje es la antesala del puritanismo; puesto que al dejar vacía la recta moralidad, acaba ocupando dicho vacío una moral mucho más incompasiva y por ende, puritana.
Moraleja III: Quien tacha a los católicos devotos de moralistas, suele convertirse en mucho más puritano que ellos.
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