A lo largo y ancho de esta semana que está a punto de fenecer, he tenido la fortuna de darme un baño de nostalgia, en pos de recuperar la arcadia perdida de un corazón castizo.
En mi travesía matutina hacia parajes industriales del atlas madrileño, he tenido la inmensa ventura de estacionar en bares en peligro de extinción, en reductos de resistencia campechana contra esta posmodernidad omnímoda, que todo lo invade y reforma, acomodándolo a la estética del statu quo cosmo-fashion.
Un hálito de esperanza ha envuelto, por momentos, el dintel de mi corazón y el frontispicio de mi alma. En una era en la que proliferan por doquier los restaurantes esnobs, se yerguen con dignidad baretos de barra metálica, destartalados, ajados, decrépitos, como tabernas macilentas con el sello de la vieja España estampado en todos sus rincones.
Lugares en los que, por el módico precio de dos euros, te sirven, para desayunar, una rebanada de pan bien horneado, con un tamaño superior al de las dimensiones de tu hambre. Esta experiencia religiosa se caracteriza por estar en las antípodas de lo que abunda en el Madrid trendy-chic de nuestro tiempo, donde las tostadas desbordan los umbrales de los tres euros, además de no saciar la voracidad de tu apetito.
Un éxtasis de emoción se apoderó de mis sentidos cuando, en pleno día de huelga, un calvo con chaqueta, de adiposo vientre y aspecto de cacique taurino de Chinchón, estaba embaulándose un suculento puro al poco de rayar el alba. Episodios que dejan una huella indeleble en la singladura de mi vida.
Todo lo que he descrito hasta el momento rebosa de fealdad, a ojos de un febril urbanita. Pero los amantes de lo añejo sabemos identificar esa belleza oculta en este océano de casticismo.
Recuerdo aquellos renglones en los que Henry James reflejaba cómo la niebla de Londres, trufada de polución y aparentemente desapacible, formaba un delicioso mosaico en convivencia con las fachadas y farolas londinenses.
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