Érase una vez un estudiante que iba bastante justo de tiempo para llegar a un examen. Tenía el pelo sucio y ensortijado, ello unido al impertinente hedor que dimanaba de sus sobacos.
El tiempo apremiaba, por lo que carecía de toda holgura temporal para solazarse en la ducha. Así pues, optó por enjabonar su roñosa melena y depurarla en el lavabo, bajo el agua del grifo. Lo mismo hizo para erradicar el pestilente olor de sus sobacos. Esto le permitió ahorrar un significativo puñado de minutos en el cuarto de baño.
Para poner el corolario a su lavado pseudohigiénico, para colocar la guinda del pastel, se autoconcedió un generoso baño de colonia, sin escatimar en chorros perfumados.
De este modo, llegó al examen incluso con cinco minutos de antelación. Para colmo del esperpento, las personas de alrededor le lisonjearon por su aspecto pulcro y aseado. Se le veía con el pelo límpido y debidamente colocado, además de que su colonia desprendía un aroma de lo más cautivador.
Nuestro protagonista acudió al examen sin haber estudiado la materia en cuestión. Se limitó a ojear por encima los apuntes, a sobrevolarlos a una velocidad relampagueante, a mirarlos de soslayo.
Ahora bien, el profesor permitió entrever a sus alumnos que seguramente habría una pregunta de cinco puntos sobre diez basada en la aplicación de siete fórmulas matemáticas.
En consecuencia, nuestro protagonista hizo ímprobos esfuerzos por memorizar dicho rosario de fórmulas matemáticas durante los cincos minutos previos al examen. Para más inri, se cumplió esa breva, y logró un pírrico aprobado.
Esta es la historia de un cómico superviviente al que quizá conozcas.