Existe un cúmulo de personajes simpáticos que a casi todos nos pilla verdaderamente inadvertidos. Por esta ratio, es de una importancia capital liberarnos de prejuicios antes de trabar contacto alguno con el prójimo. No caigamos en la tentación de juzgar a los demás por las apariencias, puesto que nos llevaremos tanto gratas como ingratas sorpresas.
Tras esta matización tan lógica como necesaria en cualquier periodo de la historia, procedo a abrir el telón de este artículo de lo más inusual:
Hay un puñado de mujeres despampanantes que gozan de una simpatía arrolladora, aquellas que, en vez de ir de dignas y de divas, se caracterizan por ser diametralmente lo contrario. Esta es la tía buena simpática.
Frente a la frígida top model, de talante inaccesible y displicente, hay otra que se come el mundo a dentelladas con su caminar resuelto y decidido. Este es el clásico pibón que no tiene reparo alguno en hipnotizar los corazones de todos los hombres, sin distinción de guapura o complexión.
Esta mujer fatal tiene el mundo sometido bajo su tacón alto y afilado, porque sólo le basta esbozar una arqueada sonrisa para ser beatificada por la multitud.
Además de obnubilar, embelesar, encandilar, seducir, fascinar, apasionar y arrobar a todos los machorros del sexo opuesto, consigue que el resto de las mujeres le perdonen todo. Incluso hasta tirar los tejos a sus novios y maridos, puesto que este coqueteo implica que los mismos se revaloricen, que ganen puntos frente a ellas, que se transformen en Humphrey Bogarts redivivos.
Decía un personaje teatral de Oscar Wilde, en un tono tan cómico como satírico, algo así como que mientras las mujeres feas sienten celos de sus maridos, las guapas están celosas de los maridos ajenos. La tía buena simpática tiende a adoptar una actitud de este pelaje, pero sin ánimo de poner los cuernos, sin ir más allá del inocente coqueteo; así, es en la mayoría de los casos, que no en todos, naturalmente.
La figura del pijo estirado no es inexistente, pero, pese a lo que piensa mucha gente, sí que es minoritaria. La mayoría de los que se caracterizan por su pìjerío suelen ser amables, respetuosos, reservados, comprometidos, fiables y cordiales, y unos pocos, a decir verdad, son la alegría de la huerta.
Este último es el pijo castizo, quien se comporta con naturalidad y campechanía con todo el mundo, sin respetos humanos ni reservas estamentales.
El pijo castizo no tiene reparo en almorzar migas con el guardés de su campo, y en cenar, el mismo día, con un sobrino del Rey. De hecho, le encanta alardear de este tipo de anécdotas delante de los de su misma especie.
También, le fascina presumir de que es un nuevo pobre o un marqués arruinado, y de que sus trajes, camisas, abrigos y corbatas fueron adquiridas a un precio de tenderete. No se siente atado a adoptar una distinguida formalidad, dado que es consciente de que este afán no le reviste de mayor prestigio, sino todo lo contrario.
Si le va bien en los negocios, hará lo posible por emular que las cosas marchan peor, incluso hasta el punto de aparentar que frisa los umbrales de la ruina, dado que el esnobismo empresarial le provoca una acentuada urticaria. El pijo castizo no ve conciliable exhibir su don junto a su din.
Bertín Osborne, verbigracia, despierta la simpatía de personas de todos los estratos sociales por representar la efigie del pijo castizo. Otro ejemplo fehaciente sería el del antiguo Rey Don Juan Carlos I de Borbón, antes del denuesto y linchamiento mediático que ha sufrido en los últimos años.
Frente a la imagen del pensador prepotente, asocial y desdeñoso, habituado a escucharse a sí mismo con primor, a saturar los cerebros ajenos con peroratas insoportables orientadas a demostrar sus vastos conocimientos sobre lo último que han leído, a tratar a los demás como si fuesen tontos y a enfurruñarse con aquellos que no compartan sus puntos de vista, existe una modalidad de erudito capaz de fusionar sabiduría y simpatía. Esta proto-figura es la del intelectual amigable.
El pensador amigable es aquel que sabe de qué hablar en cada momento para aparentar que es una persona normal, y que aprovecha para lucirse intelectualmente en el momento oportuno, cuando procede, sin abotargar a quienes le rodean. Consigue arrancar el reconocimiento ajeno y caer bien al mismo tiempo.
Cuando se explaya intelectualmente, lo suele hacer con una equilibrada brevedad, en aras de evitar monopolizar las conversaciones, lo cual le hace dueño de una prodigiosa capacidad de síntesis. Representa lo que muchos definen como un buen conversador.
Además, permite que el prójimo participe en sus diálogos reflexivos, hasta el punto de mostrarse asertivo con las opiniones ajenas. Si alguien que considera corriente, dice algo interesante, el intelectual simpático tiene la capacidad de reconocérselo, lo que acrecienta el autoestima de su interlocutor y provoca que éste le tribute un cariño desmedido.
El intelectual amigable no tiene reparo en hacer, de vez en cuando, el tonto, ni en dialogar sobre cosas banales. También, necesita descansar de su halo de erudición, amén de que goza de un olfato desarrollado para socializar con el mundo que le rodea.
Un ejemplo de pensador simpático podría ser el de Fernando Sánchez Dragó prestándose a salir como actor secundario de películas de Torrente. Otro, el de Joaquín Sabina alardeando, sin rubor, de sus desatinos, andanzas, correrías, mocedades y variopintas golferías. En tercer lugar, tendríamos a un Federico Jiménez Losantos que se muestra altamente participativo con las bobadas de actualidad, en vez de monopolizar sus tertulias disertando sobre entresijos del Renacimiento y en torno a batallitas del siglo XIX. Y un cuarto a mencionar sería Arturo Pérez Reverte, quien se digna a enfrascarse en reyertas tuiteras con el vulgo intelectual, y a rebajar adrede el nivel de sus artículos y novelas para no sobresalir en demasía.
Este tipo de persona tiende a erigirse en líder social, suele experimentar un cariñoso recibimiento por parte de las masas, puesto que tiene perfectamente calibrado cuándo mantenerse en su pedestal de superioridad intelectual y en qué momento descender de la atalaya para congraciarse con el estólido pueblo.
El exceso de politización, aderezado de fanatismo, es una realidad que suele extraviar el carácter, véase sumir a las personas en un malhumor semi-perpetuo. Además, conduce a muchos a caer en el maniqueísmo y en la dialéctica hegeliana, es decir, en la pulsión de dividir a los demás en las categorías de buenos y malos, lo cual empuja a adoptar una actitud de confrontación ante la vida.
Ahora bien, también, existen personas de ideas radicales con una simpatía arrolladora. Son aquellas que saben diferenciar el idealismo de la obsesión, y percibir que no todos los males y redenciones del mundo giran en torno al pedregoso terreno de la política. Tienen la capacidad de vislumbrar destellos de bondad en quienes no forman parte de su bando y no rechazan al prójimo por las divergencias políticas que alberguen frente al mismo.
En resumidas cuentas, a este grupo, pertenecen aquellos que entienden la política como una esfera más de su existencia y no como el neto de la misma.
También, abunda el fanático crispado que madura con el paso del tiempo y que, por consiguiente, atempera su mal carácter.
Otro estereotipo muy común de radical enfurruñado es aquel que templa su exacerbación ideológica al convertirse en un hombre de empresa.
Un tercer prototipo es ese que se afana a las utopías por moda, por rebeldía, porque es lo rompedor, lo destroyer, lo que mola, lo que peta, conducta que le lleva a tomarse su ideología radical bastante a coña.
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