Con motivo del Día del libro, aprovecho para escribir sobre un tema que llevaba guardado en la chistera desde hace mucho tiempo y que, hoy, veo diametralmente oportuno abordar.
Si reducimos el inenarrable (y nunca mejor dicho) valor de la lectura a la categoría de “entretenimiento”, es meridianamente lógico que sea sustituida por las series y las películas, puesto que son el tanto al quíntuplo más entretenidas.
En lo que a entretenimiento se refiere, los libros gozan de escaso magnetismo frente a los mundanales ruidos de las bandas sonoras y los efectos especiales. Contra estos cantos de sirena, unidos a los placebos visuales, poco tienen que hacer.
Ahora bien, si, al enfrentarnos a una obra literaria, tuviésemos una intención más trascendental que entretenernos ojeando un relato (véase por precioso, por morboso o por chistoso), y nos cerciorásemos de que el fin de los libros es hacernos pensar y de que la narración es un medio, probablemente les tributásemos mayor admiración que a las series y películas.
Si, al terminar una obra, de lo único que nos acordamos es de lo peculiar que resulta la historia que el autor nos ha narrado y de cuatro detalles morbosos, sin que haya dejado huella en nosotros el mensaje principal, es que nos hemos quedado en el envoltorio de la misma, en la superficie, en la fachada. Quedarse en el relato, sin profundizar en la tesis, es caer en el “leer por leer”, en sobreponer el medio (la lectura) a su fin inmediato (ensanchar los horizontes de nuestro pensamiento).
Otra cosa que he aprendido como participante del programa de radio la Esdrújula, de tertulias literarias, es la importancia de leer un buen prólogo. Esto último contribuye sobremanera a acrecentar la comprensión y el disfrute de las obras. Lo recomiendo encarecidamente, con el corazón en la mano; de verdad.
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