Érase una vez una hermosísima ciudad situada en mitad de la nada, un oasis de belleza que se erigía en el corazón palpitante de un páramo desolado.
Esta aldea urbanizada, que daba vida al inmenso secarral desangelado, era una especie de burgo medieval, pero con una arquitectura de estilo ateniense; lo que hacía de ella una entrañable polis griega de lo más diminuta.
Este microparaíso, de corte grecolatino, estaba dividido en cuatro hemisferios. En el norte, se hallaba la corte; en el sur, los comerciantes; en el flanco oeste, los artesanos; y en el polo este, los boticarios, que auxiliaban con su pericia a los indoctos curanderos.
Pese a esta ordenadísima división sectorial en la que estaba estructurada la ciudad, todo giraba en torno al teatro central; frente al cual descollaba la estatua de un guerrero de brazos vigorosos y hercúlea fisonomía.
En este edén urbanizado, moraba y deambulaba un experto, al que la mayoría de sus habitantes consideraban un gran conocedor del terreno. El susodicho tenía un censo mental de los residentes, es decir, que conocía de memoria los nombres de los ciudadanos de todos los hemisferios, además de dónde vivían y a qué se dedicaban.
El experto, también, atesoraba amplísimos conocimientos de índole urbanístico. Era conocedor de las ordenadísimas proporciones en las que estaba edificada la ciudad, según los precisos cánones griegos.
Era un excelso dominador del funcionamiento de la economía de la polis, de los intríngulis y tejemanejes que se cocinaban entre sus habitantes, de las rencillas de poder entre los comerciantes y los cortesanos; disputas que más que generar un clima de confrontación, aportaban un equilibrio de poderes, puesto que suponían una rémora contra las ansias de despotismo de los unos y los otros (sobre todo, del despótico afán de los mercaderes, por ser más codiciosos que los nobles).
Además, conocía, con milimétrica precisión, de los detalles más minuciosos; verbigracia, cuánto pesaba y medía la lanza que portaba la hercúlea estatua que yacía erguida en frente del teatro central; sobre esta última edificación, también, sabía de qué materiales estaba construida y qué mensaje estuvo cincelado, durante siglos, en el portentoso dintel que la coronaba (el cual no se podía ver, puesto que sus letras inscritas habían sido erosionadas con el correr de los tiempos).
Sin embargo, el experto, pese a dominar, con escrupulosa meticulosidad, el conocimiento de los detalles más minuciosos de este paraíso grecolatino, desconocía la esencia en la que anidaba su razón de ser.
Esta carencia básica del experto la cubría un viejo ermitaño, popularmente conocido El sabio de la cumbre. Este erudito, de luengas y patriarcales barbas (bastante parecido al druida de los cómics de Astérix y Obélix), contemplaba, todos los días, la polis desde una enhiesta duna, situada en las proximidades de la misma.
El sabio de la cumbre no conocía, en absoluto, el maremágnum de detalles que dominaba el experto, pero sí que sabía que la idiosincrasia de los habitantes de la ciudad estaba dirigida por los actores y guionistas del teatro central; al que los residentes de la polis acudían, a diario, bien, a las doce de la mañana, bien, a las cinco de la tarde, o bien, a las nueve de la noche. Todo estaba orquestado en las interioridades de tamaña edificación.
El experto desconocía esta realidad debido a que los actores y guionistas del teatro central hipnotizaban a la ciudadanía de forma demasiado sibilina, con oculta maña y astucia; hasta el punto de que el propio experto estaba, también, abducido por semejantes artes de birlibirloque.
Las obras teatrales que allí eran representadas exudaban una aparente inocencia, enfundada bajo las hebras de la diversión; pero, tras esta exhibición de alegre buenismo, se escondía una calibrada manipulación, que sólo percibía El sabio de la cumbre.
En el teatro central, imperaba aquello que Carl Jung denominaba como “el inconsciente colectivo”, véase la táctica de llevar a la sociedad hacia tus derroteros sin que la misma se dé cuenta; artificiosas artes que, venerable lector, dominan los guionistas de la mayoría de los informativos y series televisivas.
En conclusión, si el experto era aquel que dominaba el conocimiento, con su quilométrica retahíla de detalles, El sabio de la cumbre era quien sabía leer dentro (intus legere), en aras de percibir las causas primeras y fines últimos de las cosas.
El sabio de la cumbre, a diferencia del experto, era capaz de bucear hasta las profundidades las cosas y así, captar su esencia. Por algo, Antoine de Saint-Exupéry puso por escrito, en El principito, que “lo esencial es invisible a los ojos”.
Lo desarrollado es la gran diferencia entre el conocimiento y la sabiduría.
Dicho esto, venerable lector, voy a incluir dos personajes adicionales, con la máxima de enriquecer, todavía más, la tesis de este cuento para adultos.
Estos dos personajes adicionales eran popularmente conocidos como El correveidile y El sabio de la polis. Mientras el primero era una versión depauperada del experto, el segundo era un igual perfeccionado de El sabio de la cumbre.
El correveidile se diferenciaba del experto en que era un sabedor de todos los chismes, véase de los cotilleos de poca monta, de las noticias huérfanas de enjundia intelectual. Las divergencias entre ambos explican, de manera muy meridiana, las diferencias entre el conocimiento y la mera información.
Una vez conocidos a El sabio de la cumbre, al experto y a El correveidile, considero pertinente traer a colación los siguientes versos de T.S. Eliot: “¿Dónde está la sabiduría / Que se nos ha perdido en conocimiento? / ¿Dónde está el conocimiento / Que se nos ha perdido en información?”.
El último personaje por presentar es El sabio de la polis, la versión perfeccionada de El sabio de la cumbre. El nuevo por mencionar, aparte de conocer lo esencial de la ciudad, era sabedor de bastantes particularidades de la misma, aunque no con tanta profundidad como el experto. Esta combinación de saberes le convertía en el erudito más completo de todos.
El sabio de la cumbre, al conocer nada más que lo esencial (lo cual ya es bastante; de ahí, su condición de sabio), era un erudito de corte platónico y oriental, cuya sabiduría era tan ascética que se encontraba excesivamente alejada de lo terrenal.
En cambio, El sabio de la polis, aunque diese prioridad al dominio de lo esencial sobre lo particular, ello no quitaba que estuviese bastante informado de los detalles particulares; esta mezcla de factores hacía de él un sabio de índole católico y aristotélico, véase escolástico, por no separar en exceso lo ascético de lo terreno.
Así, eran los cuatro intelectuales más reconocidos de esta pequeña urbe: El correveidile, el que trajinaba con la información; el experto, el que tenía mayor conocimiento; El sabio de la cumbre, el asiento de sabiduría; y El sabio de la polis, otro insondable pozo del saber, además de un conocedor del terreno.
Como he revelado en varios renglones anteriores, los habitantes de la polis estaban siendo manipulados, como marionetas, por los actores y guionistas del teatro central.
Como solución a esta afrenta pública o ignominia, El sabio de la cumbre le propuso a El sabio de la polis que tomase el mando gubernamental manu militari y se alzase como el Basileus (Rey filósofo) de la ciudad. Una solución propia de un erudito de signo platónico.
El sabio de la polis replicó, en un ejercicio de humildad escolástica, que no se fiaba de su propia incorruptibilidad; falta de fiabilidad que le hacía temer convertirse en un tirano.
Dicho temor le condujo a refutar la solución platónica propuesta por su compadre con un postulado aristotélico; con aquella advertencia de que una Monarquía (gobierno virtuoso de uno solo) corre el riesgo de degenerar en una tiranía (despotismo de uno solo).
De esta guisa, ambos buscaron una solución democrática a la ignominia que estaba siendo orquestada desde el teatro central; y consiguieron un cambio institucional, que trajo consigo la restauración de la antigua Monarquía, pero en convivencia con la democracia y la aristocracia imperante.
Este equilibrio de poderes entre las tres formas de gobierno (Monarquía, aristocracia y democracia) evitó que las mismas degenerasen en tiranía, oligarquía y demagogia; peligro del cual alertó el sabio de Aristóteles.
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