Hay una virtud que muy pocos ponen en práctica, que es la de escuchar, con parsimonia e interés, a aquellos que les rodean. Sin embargo, quienes tienen la generosidad de cultivar este talento corren el riesgo de caer en una trampa saducea: la de tomarse muy a pecho cualquier estupidez que entre en contacto con sus tímpanos.
Como escritor acostumbrado a exponerme al público, soy dado a escuchar, con delectación, el criterio de las personas que han tenido la deferencia de leer alguno de mis textos. Gracias a Dios, la mayoría de los comentarios son elogiosos, laudatorios, además de cariñosos (correcciones constructivas incluidas). No obstante, me voy a centrar en hacer una lista negra de las sandeces que, en más de una ocasión, me ha tocado presenciar.
Una incoherencia bastante habitual que percibo en mis comentaristas es la de medir la calidad de las publicaciones en base a la cantidad de lectores que hayan recaudado, al mismo tiempo que critican, sin piedad, a esos ‘influencers’ que viven de publicar tonterías en las redes sociales.
En otras palabras, los mismos que confunden el talento literario con la popularidad -y que, por ende, te instigan a hacerte famoso- son los que, luego, despedazan a aquellos que consiguen vivir de la fama recolectada. “¡Qué trampa más típica!”, responderá algún que otro escritor.
El gran dilema que detona un hervidero de dudas en la psique de todo escritor es el de conciliar popularidad con calidad literaria; por ser dos realidades que tienden a estar enfrentadas. De hecho, hay literatos como Oscar Wilde que llegan al extremo de entenderlas como antagónicas.
Sin ánimo de caer en tal grado de exageración ‘wildeana’, sí que cabe destacar que la frivolidad suele ser más comercial que lo sublime (lo cual no significa que ocurra siempre, ojo).
Otra trampa bastante habitual que tienden a tenderte los comentaristas chismosos es la de espolearte a alumbrar escritos de una respetable magnitud intelectual, para, acto seguido, considerar que es ‘un coñazo’ toda disertación de esta índole.
También, sucede lo contrario, es decir, que te infundan el ánimo de publicar textos más divertidos y ‘frescos’, y su vez, despotriquen de ti por escribir sobre mezquindades. Ahora bien, pese a todo, mi experiencia, en lo que a valoraciones ajenas se refiere, es bastante más positiva que negativa.
Otra zancadilla legendaria que los comentaristas cotorras nos suelen poner gravita en torno al uso de lenguaje. En múltiples y variopintas ocasiones, los mismos que desguazan a los quintacolumnistas que utilizan un léxico un tanto pobre y coloquial son los que enristran las lanzas contra ti por expresarte con barroquismos y cultismos.
Huelga decir, a este respecto, que no es aconsejable excederse a la hora de estampar conceptos grandilocuentes sobre el papel, pero sí que soy partidario de que un escritor se sirva de un registro lingüístico superior al de la moda, la media y la mediana de la población; del mismo modo que, en un programa de banca e inversión, nos gusta que el locutor tenga mayores conocimientos de finanzas que nosotros (o que un médico que habla en la radio sepa más de salud y bienestar que quienes no han estudiado medicina).
Una ‘corrección’ bastante frecuente versa sobre la extensión de los escritos. Si, un día, haces un ejercicio de síntesis y concreción, proliferarán los que opinen que tu texto es demasiado sucinto o lacónico. En cambio, si aquello que publiques es medianamente extenso, abundarán aquellos que se echen encima de ti por lo contrario.
Esta pulsión humana de acribillarte a críticas y ‘correcciones’ por hacer una cosa y la contraria está muy bien reflejada en aquella fábula del burro, el molinero y su hijo; en base a la cual el molinero es criticado vaya encima o al lado del burro en uno de sus viajes (en el primer caso, por agotar al cuadrúpedo, y en el segundo, por ser tan tonto de caminar, en vez de cabalgar).
Por fortuna, los escritores gozamos de un privilegio frente a nuestros críticos más ásperos, acerbos y acerados: podemos hacer ostensibles nuestros desahogos, con un mínimo de personas dispuestas a interiorizarlos.
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