Hace cosa de veintiún años (algo que me duele decir con tanta frecuencia), tuve devaneos intelectuales de corte ‘izquierdioide’; y digo ‘izquierdioide’ porque no se podían considerar verdaderamente de izquierda.
Para empezar, no tenían nada de progre, véase de izquierda en cuestiones morales fundamentales, puesto que siempre me mantuve leal a la Doctrina Social de la Iglesia Católica; sino que se trataba, más bien, de una inclinación de índole económica, espoleada por una conciencia social con respecto a la situación de los más desfavorecidos.
Por otro lado, tampoco hundía sus raíces en la lucha de clases marxista, por lo que no estaba enraizada en el odio a las personas de un estrato socioeconómico superior al de la moda, la media y la mediana de los españoles (sobre todo, porque ello implicaría despreciarme a mí mismo).
Aparte de incubar odios, también, me daba cargo de conciencia adherirme a la máxima de “robar a los ricos para dárselo a los pobres”, dado que consideraba que no deja de ser un robo.
Estos sentimientos ‘izquierdioides’, que latían en las interioridades de mi subconsciente, eclosionaron en mi consciencia durante una abrasadora tarde de verano (el calor me debió de afectar más de la cuenta).
Mientras balanceaba con mis manos un burbujeante vaso de Coca-Cola y disfrutaba del tintineo de los hielos golpeando el cristal, veía cómo unos obreros trabajaban en la construcción de la piscina de mi casa de El Escorial, bajo el yugo de un sol implacable, de esos cuyo resplandor carece de todo atisbo de misericordia. A medida que contemplaba el desarrollo de esta escena, los sentimientos de culpa me iban aguijoneando, cada vez, de manera más punzante e incisiva.
La culpa me empujó a beberme el vaso de Coca-Cola de una atacada y a arrojarme a trabajar junto a ellos. Los muy jetas no se dignaron a decirme que dejara de ayudarles, sino que aceptaron mi disposición alegremente. También, recuerdo que uno de mis cinco hermanos, al ser testigo de este episodio épico, se empezó a desgarrar, sin disimulo, en carcajadas.
Antes de esta experiencia, ya había sentido una falsa llamada a hacerme misionero; por lo que ambas sensaciones juntas apuntaban a convertirme en una versión mejorada del Padre Ángel, algo así como el próximo Abad de Sieyès. Un jesuita díscolo estaba creciendo en mi interior…
A la sazón, en consecuencia, me dispuse a buscar iconos intelectuales con los que pudiere verme reflejado. Uno de los primeros que escogí fue Claude-Henri de Rouvroy, Conde de Saint-Simon; a quien elegí por su condición de izquierdista noble, no porque conociese las bases de su pensamiento (de haberlas conocido, no me hubiese identificado ni con sus teorías progres, ni con su aversión hacia el Antiguo Régimen).
Otro emblema nobiliario que incluí en mi haber de intelectuales de referencia fue José Antonio Primo de Rivera y Sáenz de Heredia, Marqués de Estella, y fundador de la Falange; quien, quitando sus ideales un tanto exaltados, sí que encajaba mejor con mi visión de las cosas, dado que había alumbrado una corriente ideológica enclavada en la derecha y al mismo tiempo, muy solidaria en cuestiones sociales. Sin embargo, he de reconocer que le elegí más por hacer la broma, por sacar los pies del tiesto, por escandalizar, por llamar la atención, por ir de malote, en definitiva, por folclore, que por convicción (pecados de juventud).
Un movimiento con el que sí que podía sentirme verdaderamente identificado fue el sindicato católico Solidaridad, encabezado por el célebre polaco Lech Walesa; a quien se le considera el héroe anticomunista de Polonia durante las postrimerías de la Unión Soviética. Esa combinación de catolicismo, sindicalismo, talante democrático y anticomunismo consiguió fascinarme; y todavía me sigue gustando.
De segundo a cuarto de carrera, permanecí un poco más escorado hacia un liberalismo conservador de corte demócrata cristiano. En realidad, pensaba igual que antes, puesto que ni anteriormente era, en verdad, un izquierdista, ni durante aquellos dos años de universidad fui realmente liberal. Todo se reduce a que cambié la forma de autodefinirme ideológicamente; más allá de las nomenclaturas, mi manera de ver las cosas se mantenía prácticamente intacta.
A partir de cuarto de carrera, dejé de autoproclamarme como un “liberal-conservador”; fundamentalmente, porque lo consideraba una cursilada con la que revestir de esnobismo mi manera de pensar. Todo se reducía a eso. Por esta razón, decidí despojarme de denominaciones ideológicas, para declararme “católico”, sin edulcorantes ni acompañantes; sin hacer piruetas con el objetivo de parecer más interesante.
De aquí en lo sucesivo, me he mantenido en mis trece, aunque sí que he enriquecido notablemente mi vitrina de referentes intelectuales. Por ejemplo, siento fascinación por la encíclica Quadragesimo Anno, publicada durante el pontificado de Pío XI, además de por el “distributismo” de G.K. Chesterton, por la comarca de J.R.R. Tolkien y por la crítica que hacía René Girard a los “deseos miméticos”; tampoco me desagrada del todo una corriente conocida como “ordoliberalismo”, aunque dudo de si mi adherencia es tan fiel como la que le tributo al resto de las posturas citadas.
La encíclica Quadragesimo Anno, publicada por el Papa Pío XI, es una prolongación de la archiconocida Rerum Novarum, escrita por León XIII. Si Rerum Novarum condenó el socialismo con una inenarrable honestidad intelectual (es decir, sin criticar con sectarismo absolutamente todo lo que el mismo predica), Quadragesimo Anno asumió como propio este análisis y le incorporó una condena al capitalismo; por lo que este ‘ismo’, también, está condenado por la Iglesia, para información de mis venerables lectores. Un católico coherente no ha de ser capitalista ni socialista.
En una línea muy similar a la de Quadragesimo Anno, se encuentra el espíritu de la comarca de J.R.R. Tolkien, dibujado con inefable maestría en El señor de los anillos (hito literario, paradigma histórico y mundial, legado inmortal). Tengo reservado otro escrito para abordar en profundidad la cosmovisión tolkieniana a este respecto, pero, aún así, voy a obsequiaros con unas breves pinceladas.
Hobbiton es una circunscripción comarcal de corte rural, en la que reina una paz campestre, bucólica; donde prolifera la figura del artesano, una ausencia de codicia y rivalidad empresarial (un remedio, a mi juicio, contra la ansiedad, el triunfalismo y la zancadilla); y el amor por las fiestas armónicas y entrañables, en las que se traban buenas amistades, huérfanas de superficialidad y perversión, rociadas con brebajes y surtida de copiosos manjares. Mordor, en cambio, representa el imperialismo capitalista, que todo lo engulle y lo coloca bajo el paraguas del maquinismo industrial; una tristeza tenue, oscura, de un desencanto con rostro y aspecto mortecino; una fealdad hedionda, pestilente, situada en las antípodas de la hermosura, alegría y tranquilidad inherente a los entornos rurales.
El “distributismo” de G.K. Chesterton, también, sigue una línea de pensamiento muy parecida a desarrollada en Quadragesimo Anno. Tengo pensado abordar esta receta chestertoniana en profundidad en otra de mis publicaciones, por lo que me voy a limitar a exponer unos trazos introductorios de la misma, a modo de aperitivo intelectual.
La corriente “distributista” no es una utopía, ensoñación o quimera; no es un ideal irrealizable, que orbita en las nubes de un mundo teñido de color rosa. Aboga por impulsar, que no imponer desde el estado, la figura del pequeño comerciante, quien, a ser posible, también, sea artesano, creador de los productos que comercializa. De este modo, más personas podrán desarrollar sus talentos innatos, en vez de sentirse forzadas a desempeñar oficios que no se encuentren en avenencia con sus dones naturales. Además, se persigue aminorar la plusvalía de una manera más conveniente y menos utópica que la que proponía Karl Marx, de tal modo que cada cual perciba un jornal en función de lo que produce para su propio negocio (en aras de recibir una retribución más justa que trabajando para otro, por cuenta ajena).
La aspiración “distributista” no es una utopía, porque no se postula favorable a fabricar un mundo ideal en el que todos sean emprendedores; pero sí que se inclina por facilitar, en la medida de lo posible, la proliferación de los pequeños comerciantes y de las empresas familiares, en aras de endulzar las injusticias del sistema capitalista, sin tratar de intervenirlo (o interviniendo en él en casos excepcionales, de especial gravedad).
En síntesis, no es una teoría macroeconómica, sino un cúmulo de pautas; no obedece a la instauración de un sistema político, sino que consiste en un modo de hacer pedagogía entre las gentes de manera privada, sin recurrir a los resortes u intromisiones estatales. Como se puede percibir, no comulga con el socialismo, puesto que su desarrollo implica un mercado que funcione, por lo que se trata de un correctivo del capitalismo.
Esta mentalidad “distributista”, de fuerte inspiración católica, abonó el terreno de la creación de múltiples cooperativas con nombres de santos; las cuales gozaron de un gran predicamento en los años veinte, treinta y cuarenta del siglo XX. También, tuvo su apogeo en sociedades pequeñas, mayoritariamente de corte rural (algo que facilita, en mi opinión, las atmosferas parecidas al Hobbiton de J.R.R Tolkien). Dio lugar a la creación de sindicatos católicos, de algunos medios de difusión (como el Worker Journal), y de agrupaciones de mineros y trabajadores en el norte de Inglaterra.
Desde mi punto de vista, el “distributismo” de Chesterton otorga, por un lado, facilidades para que cada cual pueda trabajar en aquello que conecta con su vocación verdadera, con sus talentos, dones y carismas más preciados; por otra parte, creo que es un revulsivo contra el monopolio y el oligopolio propio de las economías de escala, que apuesta por la existencia de numerosos empresarios, capaces de consolidar una clase media fuerte (aquello que se conoce como “la competencia perfecta”).
Existe una corriente llamada “ordoliberalismo”, que significa “liberalismo de orden”, véase una especie de sistema capitalista con determinadas restricciones, en aras de evitar el anarcocapitalismo. Esta teoría, también, es conocida como “economía social de mercado”. La idea en sí no me desagrada, pero tendría que estudiarla en mayor profundidad para decidir si la asumo o no como propia.
Por último, quería hacer una mención honorífica al pensador René Girard y a su teoría de los “deseos miméticos”. Por “mimesis”, este filósofo entendía que se trataba del impulso a querer apropiarnos de los logros ajenos, lo cual nos empuja a imitar a los demás, además de desencadenar una competitividad de índole conflictiva. Como solución o manera de mermar la intensidad de esta pasión avivada por la codicia, el erudito francés propuso la imitación de Cristo y de los santos, puesto que el anhelar sus virtudes sí que nos hace mejores.
Venerable lector, considero que, pese a que me haya servido de distintos apelativos para definir mi propia línea de pensamiento, has sido capaz de percibir que llevo pensando lo mismo durante toda mi vida.
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