La clásica táctica de divide y vencerás (conocida, en griego antiguo, como διαίρει καὶ βασίλευε, diaírei kaì basíleue, y en latín, como divide et impera, divide et vinces, divide ut imperes o divide ut regnes) consiste en obtener la victoria a base de fragmentar al enemigo.
Estas elecciones de Castilla y León, en cambio, se han regido por el fenómeno contrario, que es el de autodividirse o trocearse a uno mismo como estrategia para alzarse victorioso. La división no es siempre contraproducente, pese a ser una técnica de un riesgo bastante elevado.
De hecho, el derechismo ha sido reforzado por su disgregación en las marcas PP y VOX, tal y como sucedió en aquellas elecciones de Andalucía tan icónicas y representativas.
El naranjismo, por su parte, pese al vertiginoso desmoronamiento de Ciudadanos, se ha visto compensado por el ascenso de fuerzas provinciales sin una ideología definida, aquello que, en la jerga posmoderna, se conoce como transversales, lo cual es una versión localista del llamado centrismo, como podría ser el regionalismo de Miguel Ángel Revilla en Cantabria y el de Ana Oramas con Coalición Canaria, siglas caracterizadas por su tornadizo, trémulo y oscilante veletismo. Por consiguiente, cabe destacar que el defenestrado albert-riverismo está experimentando un resurgimiento a nivel local que no es baladí tener en consideración.
Y el izquierdismo ha sufrido un daño irreparable en la región castellanoleonesa, puesto que el desmantelamiento de Unidas Podemos no ha sido cubierto por otros partidos podemitas de signo errejonista, como lo es el que encarna Mónica García en la Comunidad de Madrid.
Los célebres publicistas Jack Trout y Al Ries, a través de su obra Las 22 leyes inmutables del marketing, abordaron un fenómeno al que bautizaron como La ley de la división, que consiste en que “con el tiempo, una categoría se dividirá para convertirse en dos o más categorías”. En base a esto, por ejemplo, era preciso ser consciente de que la demanda de computadoras se acabaría ramificando en macrocomputadoras, minicomputadoras, ordenadores portátiles, etcétera.
Otro ejemplo que me viene a la cabeza sobre la llamada Ley de la división es el de la célebre coca-cola, de la cual se han elaborado versiones light, sin cafeína e incluso de variopintos sabores, todo en aras de que esta bebida continuase acaparando amplísimos caladeros de consumidores muy diferentes entre sí.
Así pues, considero que, en democracia, un sistema de mercado en el que los electores son los consumidores, las corrientes ideológicas, si anhelan sobrevivir, necesitan ser conscientes de esta denominada Ley de la división y en consecuencia, saber que, para la supervivencia de la coca-cola, terminará siendo necesario fabricar versiones diversas y variopintas, en pos de agrupar gustos de personas muy diferentes en el interior de una causa común.
Por esto, el derechismo, en Castilla y León, se ha visto reforzado al desbrazarse en dos siglas como PP y VOX, en vez de intentar concentrar a todos sus posibles votantes en un partido único. Ha sido demostrado que, en el caso que nos ocupa, el consumo de la coca-cola de derechas ha aumentado mediante dividirla en sus versiones con y sin cafeína. Y por esta razón, también, el naranjismo, veletismo o transversalismo no se ha dislocado del todo tras el descalabro de Ciudadanos, puesto que una porción del vacío ha sido ocupada por fuerzas de índole provincialista huérfanas de una significación ideológica clara
En lo concerniente al ascenso de partidos provincialistas en Castilla y León, tendencia que acabará por salpicar al resto de España, mi criterio alberga una vertiente positiva y otra negativa, dado que lo considero una espada de doble filo.
De un lado, cabe subrayar que esta amalgama de partidos regionalistas no separatistas, sin una ideología definida, suelen estar arrodillados ante los bastiones de la corrección política. Al no rebelarse contra el statu quo, es extraño que sean fuerzas reactivas ante las modas imperantes. Tal es el caso de Miguel Ángel Revilla en Cantabria y de Ana Oramas en las Islas Canarias, quienes son paladines autonomistas del mismo transversalismo, veletismo y centrismo que representa Ciudadanos.
Desde otro ángulo, he de admitir que, en cierto modo, me produce regocijo que emerjan partidos provincialistas capaces de ensombrecer a las fuerzas autonomistas, dado que las provincias representan la auténtica unidad en la diversidad, esa diversidad verdaderamente incardinada a la unidad de España; y las autonomías, por el contrario, han puesto seriamente en jaque la integridad de la nación con sus satélites separatistas y su café para todos.
Además, he de reconocer que el surgimiento de estos partidos provincialistas, nacidos como reivindicación de la España rural, de los pueblos y de las ciudades históricas abandonadas, supone un levantamiento contra el cosmopolitismo omnímodo, que todo lo abarca, abraza y absorbe. Este provincialismo emergente, a mi juicio, es una respuesta castiza y campechana contra la supremacía urbanita, contra esa sobrevaloración de las grandes ciudades que pretende convertir el mundo en un Nueva York global, en un paraíso josepcuevil, en un lugar homogéneo jalonado por multinacionales, torres acristaladas y cegadoras luces de neón, sin luminosos faros de tradición que irradien identidad propia.
Este provincialismo creciente lo puedo interpretar como un afán por reconstruir Hobbiton, esa arcadia campestre y feliz creada por J.R. Tolkien, frente a la insaciable codicia de Mordor, la tierra de las tinieblas y de la ausencia de Paz. Ahora bien, un aspecto que temo de estos partidos provincialistas es que, en vez de regirse por un sano ruralismo tolkieniano, se dejen fagocitar por las modas rousseaunianas, por ese medioambientalismo de izquierda que demoniza la existencia de las nuevas tecnologías, que aboga por volver a una suerte de prehistoria tribal y que inculca que el hombre es bueno por naturaleza, dado que el origen de su maldad radica en el hecho de haberle despojado de su hábitat salvaje.
Como se puede percibir, mi criterio sobre el ascenso de los partidos provincialistas no es del todo contrario o favorable, sino que es un mosaico profusamente exornado de luces y sombras.
A modo de conclusión, quiero manifestar que soy un acérrimo entusiasta de que el PP y VOX traben una alianza de gobierno en Castilla y León, puesto que considero que cada partido aporta al otro lo que a cada uno le falta.
Si al PP le falta valentía, determinación y oposición a los bastiones de la corrección política, VOX cubre el vacío de dichas carencias.
Si a VOX le falta experiencia de Gobierno, diplomacia y el talante apaciguado propio de un partido político serio, el PP resuelve dicha carestía.
Si las virtudes cardinales son cuatro, VOX encarnaría la justicia y la fortaleza, mientras que el PP representaría la templanza y la prudencia. Ambas formaciones se complementan mejor de lo que las apariencias muestran.
Con el correr de los tiempos, mi pensamiento ha ido evolucionando hacia una concepción más medievalista de la política, es decir, alejada de la fidelidad a un solo partido, fidelidad que tildo de paganismo político, véase algo parecido al endiosamiento de los Monarcas absolutos renacentistas, de los caudillos romanos precristianos y de los faraones egipcios.
El ejemplar equilibrio de poderes de la España medieval no concentraba la autoridad en una sola figura personalista, sino que lo repartía entre el Clero, la Nobleza y el Rey, razón por la cual, el Monarca no podía hacer lo que quisiese sin la aquiescencia de los Clérigos y los Nobles. El absolutismo del Renacimiento, al endiosar al Monarca, fruto de una descristianización de la sociedad, echó por tierra esta salubre división del poder, la cual hizo posible que Las Cortes de León, del año 1188, edificasen el primer sistema parlamentario europeo reconocido por la UNESCO.
Como decía una estrofa de aquella canción de Modestia Aparte, mente del siglo XX, corazón medieval.
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