Columnista: Pepocles de Antioquía
El “establishment” pretende, a través de su floresta de resortes y apéndices, instaurar una ley de “autodeterminación de género”.
Esta entelequia legislativa consiste en inculcar que el sexo de cada uno no es una realidad biológica, sino una construcción cultural, véase una invención, y que, por ende, cada individuo lo elige a su antojo y albedrío.
La “autodeterminación de género” no es otra cosa que un sinónimo de la “ideología de género”, pero con el término de “autodeterminación” como eufemismo sustitutivo, en aras de que suene más comercial y así pues, goce de mayor predicamento.
Juan Manuel de Prada, uno de los pensadores cumbre de nuestro tiempo, advierte, en su flamante artículo Sopicaldo penevulvar, de que los prebostes de esta quimera de género, al no poder matar a Dios, “se dedican a matar la noción de ser humano”.
¿Con qué objetivo anhelan disolver la noción de ser humano? Como sentencia el egregio De Prada, para diluir “los límites de la propia especie (de ahí que reconozcan ‘derechos’ a los animales), favoreciendo el pansexualismo e imponiendo la idea de una humanidad líquida, amorfa y proteica, con la excusa de su endiosamiento”.
De esto, se desprende que pulverizar la noción de ser humano tenga dos objetivos clarividentes, desde mi humilde punto de vista.
El primer objetivo, a mi juicio, sería alcanzar el cénit del relativismo y la confusión, y de este modo, esculpirnos como seres dispersos, renqueantes, tornadizos, vacilantes, dúctiles y maleables.
El segundo objetivo consistiría, conforme a lo expuesto por De Prada, en edificar “la religión última, tal como nos ha sido profetizada”, a base de que las personas endiosen su propio criterio, al poder elegir cada cosa (entre ellas, su sexo) sin el obstáculo de la realidad que les ha sido dada. Una autonomía o “autodeterminación” de sus posturas por encima de los límites reales, lo cual es una manera explícita de autoendiosarse.
El insigne Juan Manuel de Prada recuerda que este endiosamiento de la voluntad tiene un precedente nítido en Hegel, quien alentó, desde su Fenomenología del espíritu, a la búsqueda de “una libertad absoluta”, para la que “el mundo es simplemente su voluntad”.
El conspicuo De Prada esclarece que este endiosamiento hegeliano de la voluntad es la consecuencia de haber abandonado la idea de libertad alumbrada por Aristóteles, entendida “como la capacidad humana para obrar con discernimiento moral dentro del orden del ser”.
A esta formidable disertación de De Prada, me permito añadir otro ejemplo inapelable de un pensador que rompe con Aristóteles y nos tienta a dislocar la noción de ser humano. Se trata de René Descartes, quien, para más inri, fue uno de los primeros en arrumbar con la tradición aristotélico-tomista, véase con la escolástica medieval.
René Descartes, a través de su aforismo “pienso, luego existo”, trató de subordinar nuestra existencia a nuestra capacidad de pensar dicha existencia.
En base a esto, Descartes concluyó que existimos porque somos capaces de pensar que existimos. Esto, a mi juicio, nos arrastraría al absurdo de que dejaríamos de existir si no fuésemos capaces de pensarlo.
El erudito inglés Roger Scruton explica, en su ensayo Breve historia de la filosofía moderna, que el “pienso, luego existo” empuja a Descartes a que sea “concebible pensar que yo exista tras la muerte de mi cuerpo”, porque “aunque me parece que tengo un cuerpo que puedo mover voluntariamente, puedo concebirme como existente sin ese cuerpo”.
Negar la necesidad de que tengamos un cuerpo para existir, dado que lo importante es que podamos pensar, nos lleva a erradicar la noción de ser humano, del mismo modo que lo hace la ideología de género al bosquejar que nuestro sexo lo elegimos nosotros por no depender de la biología.
Diluir la noción de ser humano abre la puerta al “transhumanismo”, a que podamos extraer nuestro cerebro de nuestro cuerpo, insertarlo en un robot y concluir que continuamos existiendo; algo así como pasar de ser personas a mutarnos en el monstruo pseudohumano fabricado por Frankenstein, protagonista de la novela de Mary Shelley.
De hecho, Mary Shelley, en su célebre obra, a través del hecho de que Frankenstein otorgase vida humana a la unión de partes de cadáveres diseccionados, denunció que el protagonista jugase a rivalizar con Dios, como si fuese un Prometeo moderno que arrebata el fuego sagrado de la vida a la Divinidad.