El “establishment” pretende, a través de su floresta de resortes y apéndices, instaurar una ley de “autodeterminación de género”.
La “autodeterminación de género” no es otra cosa que un sinónimo de la “ideología de género”, pero con el término de “autodeterminación” como eufemismo sustitutivo, en aras de que suene más comercial y así pues, goce de mayor predicamento.
¿Con qué objetivo anhelan disolver la noción de ser humano? Como sentencia el egregio De Prada, para diluir “los límites de la propia especie (de ahí que reconozcan ‘derechos’ a los animales), favoreciendo el pansexualismo e imponiendo la idea de una humanidad líquida, amorfa y proteica, con la excusa de su endiosamiento”.
El primer objetivo, a mi juicio, sería alcanzar el cénit del relativismo y la confusión, y de este modo, esculpirnos como seres dispersos, renqueantes, tornadizos, vacilantes, dúctiles y maleables.
El segundo objetivo consistiría, conforme a lo expuesto por De Prada, en edificar “la religión última, tal como nos ha sido profetizada”, a base de que las personas endiosen su propio criterio, al poder elegir cada cosa (entre ellas, su sexo) sin el obstáculo de la realidad que les ha sido dada. Una autonomía o “autodeterminación” de sus posturas por encima de los límites reales, lo cual es una manera explícita de autoendiosarse.
El conspicuo De Prada esclarece que este endiosamiento hegeliano de la voluntad es la consecuencia de haber abandonado la idea de libertad alumbrada por Aristóteles, entendida “como la capacidad humana para obrar con discernimiento moral dentro del orden del ser”.
A esta formidable disertación de De Prada, me permito añadir otro ejemplo inapelable de un pensador que rompe con Aristóteles y nos tienta a dislocar la noción de ser humano. Se trata de René Descartes, quien, para más inri, fue uno de los primeros en arrumbar con la tradición aristotélico-tomista, véase con la escolástica medieval.
En base a esto, Descartes concluyó que existimos porque somos capaces de pensar que existimos. Esto, a mi juicio, nos arrastraría al absurdo de que dejaríamos de existir si no fuésemos capaces de pensarlo.
El erudito inglés Roger Scruton explica, en su ensayo Breve historia de la filosofía moderna, que el “pienso, luego existo” empuja a Descartes a que sea “concebible pensar que yo exista tras la muerte de mi cuerpo”, porque “aunque me parece que tengo un cuerpo que puedo mover voluntariamente, puedo concebirme como existente sin ese cuerpo”.
Diluir la noción de ser humano abre la puerta al “transhumanismo”, a que podamos extraer nuestro cerebro de nuestro cuerpo, insertarlo en un robot y concluir que continuamos existiendo; algo así como pasar de ser personas a mutarnos en el monstruo pseudohumano fabricado por Frankenstein, protagonista de la novela de Mary Shelley.
De hecho, Mary Shelley, en su célebre obra, a través del hecho de que Frankenstein otorgase vida humana a la unión de partes de cadáveres diseccionados, denunció que el protagonista jugase a rivalizar con Dios, como si fuese un Prometeo moderno que arrebata el fuego sagrado de la vida a la Divinidad.
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