He de reconocer que la profundización en el concepto, tan en boga, de la Autoestima, me ha llevado a una conclusión en cierta medida dolorosa: eso de estar bien con uno mismo no es nada fácil y, sinceramente, lo mejor es aceptar que sea así y procurar trascenderse. El sentimiento es voluble, la circunstancia cambiante y la lucha por mejorar una constante. Por ello, experimentar la sensación de fragilidad, fracaso, impotencia o fraude, bien aprovechada, puede ser un escenario propicio para cultivar la única virtud que nos hace progresar de verdad: la Humildad.
Este mes de octubre, -y alucino con la cantidad de información “sensible” que se está filtrando últimamente-, hemos podido conocer los escándalos de dos mascarones de proa sistémicos, tanto desde el bando monárquico como desde el bando republicano, a la sazón, Don Juan Carlos de Borbón y Borbón (Rey emérito augusto) e Íñigo Errejón (portavoz parlamentario de Sumar y alumni podemita).
Los dos, tipos arrogantes, endiosados, encumbrados, con su ejército de súbditos y palmeros durante tantos años, con su fama, su presencia mediática y su incansable contribución al mantenimiento de las hegelianas dinámicas de nuestro sistema democrático, y, sobre todo, partitocrático; en un abrir y cerrar de ojos, han caído como moscas.
Lo cual me lleva a dos conclusiones: no hay arrogante que no caiga y qué hipócrita es el mundo en el que vivimos. Y es importante, porque eso de creerte el puto amo tiene poco recorrido y toda esa gente que te jalea y obedece por puro interés, mañana te da la espalda, apuñala y pisotea.
Personalmente, cuando Don Juan Carlos y el Sr. Errejón estaban encumbrados, no disimulaban su arrogancia y eran jaleados por las huestes mediáticas, no me generaban ningún tipo de simpatía. Creo que no hay cosa en esta vida que me genere más repulsa que un arrogante. Es un instinto natural, de una fuerza de altos niveles de testosterona.
Ahora, cuando sus vergüenzas son descubiertas, cuando han sido derribados de sus tronos y atalayas, cuando su moralismo -como el de todo moralista- ha tornado en hipocresía, cuando todo el mundo que otrora les jaleaba, ahora les ataca y tortura sin piedad, sería un cínico si dijera que no me producen profunda ternura y compasión.
Cuando uno experimenta el fracaso, siente afinidad con el fracasado. Cuando uno experimenta la miseria moral, sobre todo interiormente, siente afinidad con el miserable.
Cuando uno experimenta el vacío, siente afinidad con el tipo que se está hundiendo. No sé si en mi caso, se trata, y valga la redundancia, de una afinidad natural en pos de las “causas pérdidas cuando verdaderamente lo están”, que diría Rhett Butler o que, parafraseando a los hakuners y vaya la modestia por delante, algo de misericordia ha podido entrar por alguna rendija de mi ruinosa casa. Espero, de corazón, que sea lo segundo.
Por todo lo comentado, ahora que lo fácil con Íñigo y Juancar es hacer leña del árbol caído, prefiero recurrir a la lástima y al tesoro de compasión que todos necesitamos, a adoptar la actitud de Cristo con la mujer adúltera o de Bilbo Bolson con Gollum, sabedor de que la Historia de la humanidad nos ha brindado la experiencia y la esperanza de que no hay santo sin pasado, ni pecador sin futuro y que es obra de caridad, en la medida de nuestras posibilidades, tratar de redimir al cautivo.
Por tanto, Iñigo y Juancar, “tampoco yo os condeno, iros, convertíos, arrepentíos, pedid perdón y tratad de no pecar más”, pues en ese buque, -huelga decir que bastante mejor que cualquiera de los de OPEN ARMS o COSTA CONCORDIA-, estamos unos cuantos.
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