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Aristóteles, cuatro siglos antes de Cristo, dio con una de las claves del equilibrio político más prodigiosas de la historia de la humanidad, la cual, por cierto, perdura en nuestros días.
El descollante filósofo griego tildó de virtuosas a la Monarquía (gobierno de uno solo), a la aristocracia (gobierno de unos pocos) y a la república (gobierno del pueblo); y agregó que estas formas gubernamentales se extraviarían en el momento en el que el Monarca degenerase en tirano, los aristócratas se trocasen en oligarcas y los republicanos se transformasen en demagogos.
Esta teoría de Aristóteles fue suscrita, durante una de sus etapas filosóficas, por el mismísimo Santo Tomás de Aquino, el gran prolongador -y causante de la culminación- del pensamiento aristotélico.
Con esta realidad encima de la mesa, se ha considerado, a lo largo de las centurias, que el mejor modo de evitar que la Monarquía derive en tiranía, la aristocracia mute en oligarquía y la república se metamorfosee en demagogia es un modelo mixto entre las tres formas de gobierno, orientado a garantizar un equilibrio de poderes.
Así, lo entendió incluso Montesquieu, como un ariete de resistencia ante cualquier tipo de despotismo; pese a que sólo se hable de la contribución del erudito francés para delimitar el poder en las franjas del legislativo, el ejecutivo y el judicial.
Es preciso subrayar, en formato ‘bloq mayús’, que el primer Parlamento europeo reconocido por la UNESCO es el de las Cortes de León, ubicado en el año 1188, donde la figura del Rey jugaba un papel elemental en el equilibrio de poderes; fue una Curia Regia o Consejo Real convocado por Don Alfonso IX en la Iglesia de San Isidro (hoy, Basílica y Colegiata) y que contaba con representantes del Clero, la Nobleza y el pueblo.
A esto, anexémosle que en la Alta Edad Media (lapso temporal aproximadamente fijado, por los historiadores, entre el siglo V y el IX-X), la ‘potestas’ del Clero y la Nobleza servía de palanca moderadora y obstáculo moral frente al absolutismo monárquico; y la presencia del Rey, como óbice a las tentaciones oligárquicas de los dos estamentos anteriores. De esta guisa, las puntiagudas desavenencias entre los partidarios de Suintila y Sisenando, entre los de Tulga y Chindasvinto, entre los de Recesvinto y Wamba, o entre los de Wamba y Ervigio, contribuyeron significativamente a imposibilitar el auge de la tiranía de uno solo.
Con el ocaso de la Edad Media y la irrupción de la época Moderna, este ejemplar equilibrio de poderes medieval fue eclipsado por la instauración del absolutismo monárquico; por consiguiente, sería un flagrante delito cultural afirmar que la Monarquía absolutista es un pecado del Medievo, puesto que se caracteriza por ser diametralmente lo contrario.
En lo que respecta a la España actual, cabe considerar que el modelo de Monarquía constitucional es la piedra angular de la unidad de la nación, frente a los ignominiosos separatismos regionales y a aquellos diputados díscolos que se creen con un derecho absoluto para hacer con el devenir del país lo que les plazca; conforme al esquema aristotélico, suscrito por Santo Tomás de Aquino y Montesquieu, a falta de Monarquía, la ‘aristocracia’ parlamentaria española degeneraría en el exceso de la oligarquía y en una demagogia descarrilada (poderosamente influenciada por dichos oligarcas, como aquel sumo sacerdote -no recuerdo, en concreto, si Anás o Caifás- hizo con las turbas que condenaron a Cristo a la Crucifixión, para indultar a Barrabás).
El Rey es la única efigie institucional que cuenta con al apoyo de más de la mitad de los españoles y que se ha granjeado un respaldo probablemente superior a los dos tercios del arco parlamentario.
Felipe VI -mañana, Doña Leonor- es la persona que infunde mayor respeto entre los mandatarios internacionales (divididos entre sí por las rencillas partidistas) y de cara a los ciudadanos extranjeros de todos los confines de la tierra.
Un aspecto que refuerza el prestigio mundial de Don Felipe es que el simbolismo de su Reinado no se limita a España, sino que ostenta el título honorífico de Rey de Jerusalén, Hungría, Dalmacia, Croacia, Castilla, León, Aragón, Navarra, Granada, Toledo, Dos Sicilias, Valencia, Galicia, Mallorca, Menorca, Sevilla, Cerdeña, Córdoba, Murcia, Jaén, Los Algarves, Algeciras, Gibraltar, las islas Canarias, las Indias Orientales y Occidentales, las Islas y de la Tierra Firme del Mar Océano, además de ser Príncipe de Suabia (todo esto sin contar con el sinfín de Archiducados, Ducados, Marquesados, Condados y Señoríos que atesora tanto a nivel nacional como internacional).
Por algo, Maquiavelo resaltó, en su magna obra ‘El Príncipe’, que una Monarquía es muy difícil de desmantelar, debido a las relaciones internacionales tejidas por la misma a lo largo de la historia.
De facto, cuando los políticos nacionales entran en un irresoluble conflicto con una potencia extranjera, la figura del Monarca no suele caer en descrédito de cara a las mismas. Entre la innumerable retahíla de ejemplos, uno muy esclarecedor sería el de la relación España-Marruecos, donde la existencia del Rey hace posible que nuestros lazos con el vecino marroquí no se extravíen del todo; otro episodio no muy lejano fue el de la recepción de mascarillas por parte de Felipe VI, las cuales el Presidente del Gobierno en funciones no fue capaz de conseguir para su ciudadanía; y una tercera demostración que no merece caer en el olvido es el liderazgo que ejerció de Don Juan Carlos I de Borbón durante la Transición, etapa de nuestra historia tan convulsa como delicada.
No cabe duda de que la Monarquía es un luminoso eje diamantino del equilibrio y la estabilidad política.
Cabe destacar que la figura del Monarca es una roca madre en la historia del longevo y experimentado parlamentarismo británico. Es más, al pensador inglés Walter Bagehot, le debemos una de las teorías más elocuentes para justificar la supervivencia de la Monarquía en el mundo moderno. Ésta consiste en que mientras el gobernante detenta el poder político, el Rey es el depositario de la solemnidad; a mi juicio, algo idéntico a otorgar la ‘potestas’ al Ejecutivo y revestir con la ‘auctoritas’ a la institucion Monárquica.
Este luminoso nimbo de autoridad Real es el que ha rescatado, en multitud de ocasiones, a Gran Bretaña de la ruina.
Un ejemplo ilustrativo de ello sería cuando la hermana de la difunta Reina Isabel, la Princesa Margarita, Condesa de Snowdon, reestableció las relaciones con Estados Unidos en un momento que era de vida o muerte para la pujanza de la Libra en el mercado internacional. El Presidente norteamericano Lyndon B. Johnson, quien se negaba en redondo a auxiliar a Reino Unido (debido a que el Primer Ministro Harold Wilson renunció a involucrar a su país en la Guerra de Vietnam), fue seducido, a nivel político, por el encantador y desinhibido desparpajo de ‘Margaret of England’; lo cual supuso ser el detonante de que el reticente gobernante de Estados Unidos cambiara de postura, en pos de rescatar a Inglaterra de la hecatombe.
Otro episodio paradigmático, con respecto a esta cuestión, sería el de Isabel II de Inglaterra y NKrumah, aquel líder que luchó por la independencia de Ghana. Cuando este portavoz panafricanista estaba arrojando a su país a los brazos de la esfera de poder soviética, ‘Lilibeth’, contraviniendo el criterio del Gobierno británico, movió ficha con una jugada tan arriesgada como formidable; se desplazó hasta dicho territorio y selló, a través de un famoso baile con el paladín africano, el retorno de esta nación a su alianza con las potencias anglo-occidentales. Lo que el Primer Ministro inglés no fue capaz de conseguir, tuvo que solucionarlo la Reina, espoleada por un sentimiento de rivalidad femenina con la bella y torrencial Jacqueline Kennedy (sentimiento de rivalidad que esta última alimentó, a causa de unos displicentes comentarios sobre Su Majestad que se le escaparon en un guateque).
No cabe duda de que la teoría de Aristóteles, sobre las virtudes del tríptico Monarquía-aristocracia-república y su vicioso reverso tiranía-oligarquía-demagogia, es compatible, en el mundo actual, con el tándem efectividad-solemnidad (véase gobierno-Rey) alumbrado por Walter Bagehot.
Este equilibrio de poderes es que el da estabilidad a un sinfín de naciones del planeta. España y Gran Bretaña son dos ejemplos fidedignos de ello, pero, también, se pueden incluir a países como Marruecos; ¿Qué caos se desataría en el mismo con un exceso de poder oligárquico-popular y una aniquilación total de la autoridad monárquica? No quiero ni pensarlo.
Es más, pienso que si Estados Unidos y China gozasen de un Monarca, y si la Rusia actual recuperase la figura de un Zar constitucional, la diplomacia internacional enfilaría unos derroteros muy distintos a los que nos ofrece el presente; puesto que detentaría la autoridad una persona más respetada a nivel mundial, con una educación más acrisolada para el diálogo diplomático, y con unos lazos y compromisos históricos mejor trabados con otras naciones (de hecho, esto último es visto por Maquiavelo, en su tratado ‘El Príncipe’, como una realidad que hace de la Monarquía una institución muy difícil de desmantelar).
Si hacemos una incursión en los anales de la historia, podremos ser testigos de cómo el derrumbamiento de las Monarquías, en numerosas ocasiones, ha abierto las puertas a regímenes resabiados de totalitarismo y terror.
Con la ejecución de Luis XVI y María Antonieta, se desató un caos sin parangón en Francia, irrefrenable marea revolucionaria que fue contenida con el ascenso de Napoleón Bonaparte al poder, emperador que derramó un sinfín de purulentos surcos de sangre ‘urbi et orbi’.
El tiroteo descerrajado contra el Zar Nicolás II de Rusia y su familia allanó la senda de un periodo de conflictos ahumados de pólvora, que desembocaron, nada más y nada menos, en el triunfo de la dictadura soviética.
Ejemplos al respecto existen a raudales; porque a falta de un Rey como punto y puntal del equilibrio, la demagogia y la oligarquía pueden edificar formas alternativas de tiranía.
De hecho, no creo que sea una casualidad que Hergé, en su cómic de Tíntin ‘El Cetro de Ottokar’, dibujase a Su Majestad Muskar XII de Syldavia como ariete de resistencia frente a la dictadura de Borduria (es más, veo reflejada, de manera muy meridiana, la distinción aristotélica entre Monarquía y tiranía).
Además de estas demostraciones de índole histórica, si buceamos hasta las marismas de la historia de la filosofía, nos reafirmaremos en la convicción de que un exceso de democracia (demagogia), enardecida por una oligarquía indecorosa, todo ello a falta de un Rey como árbitro del equilibrio, no es extraño que haga germinar nuevas formas de tiranía.
Por ejemplo, Jean-Jacques Rousseau, quien fue uno de los máximos exponentes intelectuales de la «soberanía popular» radical, predicaba que las personas, tras abandonar los valores preconcebidos (dado que pervierten su naturaleza inmaculada de «buen salvaje»), edificasen, a través del plebiscito democrático, un poder colectivo, compuesto por la suma de sus reivindicaciones individuales (en lo cual consiste el «contrato social»). El engaño se encuentra en que esa expresión de la individualidad democrática, al incardinarse en una poderosísima colectividad, acaba imponiendo, de manera muy despótica, los principios del «contrato social» naciente a todos los ciudadanos. De aquí, la lógica de que, en reiteradas ocasiones, las dictaduras hayan comenzado después una agitada exaltación de la democracia, en ausencia de un Rey en el platillo de la balanza para garantizar el equilibrio.
Otro ejemplo fidedigno de esta realidad lo encontramos en el pensamiento de Thomas Hobbes, quien enarboló su idea del ‘Leviatán’, consistente en la construcción de un estado absolutista, con el objetivo de que los hombres pudiesen convivir sin enfrentamientos violentos ni anarquía. Lo reseñable de esto es que el absolutismo estatal que defendía sí que admite una forma democrática previa. De esta guisa, la lógica de que se hayan dado numerosos episodios de dictaduras que comenzaron soliviantando las pulsiones democráticas de las masas.
Nicolás de Maquiavelo, en su ensayo ‘El Príncipe’, desarrolló su ideal de Monarca hábil, feroz y autoritario, como una nueva definición de la virtud de estado (que nada tiene que ver con el virtuosismo aristotélico-tomista de las épocas anteriores; de aquí, que en base a la teoría de Aristóteles, el modelo de Rey maquiavélico, más que personificar la Monarquía, represente a la tiranía). Pues bien, aunque este erudito no planteó, en ningún momento, la posibilidad de una forma democrática, sí que puso un énfasis inconmensurable en granjearse el apoyo del pueblo (lo cual es una manera de excitar la demagogia).
Tampoco debería de sorprender a nadie que una democracia sin Rey desemboque en tiranía si leemos, con cierta agudeza y perspicacia, la teoría del ‘hombre-masa’ de Ortega y Gasset, desarrollada en su obra ‘La rebelión de las masas’. Este modelo de persona representa el triunfo de la mediocridad, puesto que muchos demandan líderes que no sobresalgan o descuellen de forma significativa por encima de sus facultades. De aquí, en mi opinión (no me consta que en la de Ortega), la lógica de que la demagogia tienda a solazarse sobre los brazos de un tirano.
Para más inri, Montesquieu, en ‘El espíritu de las leyes’, asintió que un Monarca suele tener mermados sus impulsos tiránicos gracias a su piedad religiosa. Con estas palabras literales, lo puso de manifiesto: «Las monarquías, en las que el poder parece sin límites, se detienen ante los más pequeños obstáculos, y someten su fiereza natural a la petición y la plegaria».
De hecho, Aristóteles declaró que un buen Rey es preferible incluso a las formas políticas de aristocracia y república; pero que, por el contrario, uno pérfido, vil, inicuo o terrorífico podía ser mucho peor que las citadas. Un contraste de luces y sombras, a mi entender, propio de una mente privilegiada; caracterizada, además, por su honestidad intelectual, sin sesgos ni adherencias sectarias.
En relación con esta última conclusión de Aristóteles, no recuerdo qué pensador señaló que mientras el orden de preferencia de las formas de gobierno empieza por la Monarquía, es seguido por la aristocracia y termina con la república, en cambio, en caso de oxidarse, dicho orden se invertiría; siendo preferible, en primer lugar, una demagogia, en segundo, una oligarquía, y en tercero y último, una tiranía. Otra teoría, en mi opinión, alumbrada por una mente tan privilegiada como experimentada; además de huérfana de sesgos sectarios y por consiguiente, rebosante de honestidad intelectual.
En lo concerniente a lo abordado en el párrafo precedente, he de admitir que, por lo general, es preferible una demagogia (gobierno adulterado de la mayoría) a una tiranía (despotismo de uno solo); pero, también, quiero recordar que la primera forma de democracia extraviada, a falta de una Monarquía como báculo de equilibrio entre los poderes, puede desencadenar el alzamiento de un régimen tiránico (tal y como he tratado de demostrar en los renglones anteriores, esgrimiendo un amplio abanico de ejemplos tanto históricos como filosóficos).
En mi serie favorita, ‘The Crown’, la cual me sé de memoria, por ver, todas las semanas, algún capítulo suelto de la misma de manera obsesiva y compulsiva (también, me sirve para adquirir un ‘Britsh accent’, cada vez, más cercano al de Lord Salisbury), recuerdo que, en un episodio de la misma, Lord Altrincham declaró, en una polémica entrevista televisada en ‘Panorama’, que un Monarca suele tomarse más en serio a su país, debido a su permanencia en la Jefatura del Estado; a diferencia de los políticos, quienes, como sabiamente se decía en ‘El Rey Lear’, «van y vienen con la Luna».
En mi modesta opinión, creo que un Rey, por lo general, suele tomarse más en serio a su país que los políticos no sólo debido a su permanencia en la Jefatura del Estado, sino, también, por una deuda histórica de lealtad a sus ancestros y a la Patria.
Hace escasos día, volví a ver, después de mucho tiempo, la película ‘Gladiator’. En este hito cinematográfico, se podía ver cómo el emperador Marco Aurelio estaba años luz más preocupado por el futuro de la Patria que los corruptos senadores romanos. Un ejemplo fidedigno, en mi opinión, de la teoría de Aristóteles de que una Monarquía, con la Corona ceñida sobre la cabeza de un buen Rey, es la forma política más deseable entre las existentes.
Volviendo la mirada hacia la preocupación de Marco Aurelio, cabe destacar que la misma hundía sus raíces en la irremisible desconfianza que depositaba en su sucesor, el díscolo y caprichoso de su hijo Cómodo; razón por la cual le encomendó al comandante Máximo, en una audiencia privada, la capitanía del destino de Roma para cuando llegase el momento de su muerte (en otras palabras, le encargó el inconmensurable cometido de heredar su cargo). Aquí, se puede percibir, con nitidez, otra de las conclusiones de Aristóteles, aquella que consiste en que, pese a que una buena Monarquía sea la forma más deseable de gobierno, la tiranía (véase su versión adulterada) puede llegar a ser más opresora que la oligarquía y la demagogia.
Pues bien, antes de que se aviniese el día de la defunción de Marco Aurelio (y de que declarase heredero al comandante Máximo públicamente, imagino), el emperador, según la película, fue asfixiado por su hijo Cómodo, quien le oprimió el gaznate entre sus brazos y su pecho, cortándole, de este modo, la respiración. Como consecuencia de este parricidio, el delirante vástago se alzó como el nuevo emperador de Roma, la cual pretendía dirigir con un autoritarismo desaforado. Quería, nada más y nada menos, que arrebatar toda cuota de poder al senado, buscando el apoyo del pueblo, a base de soliviantar su ‘pathos’ o pasiones más enfermizas. Expresado en términos aristotélicos, persiguió el afianzamiento de su tiranía con la táctica de desplazar a la aristocracia (u oligarquía, según se mire) con el respaldo de la demagogia (la democracia encolerizada).
Finalmente, no cayó esa breva, gracias a la heroica y desinteresada intercesión de Máximo, en connivencia con el senado -no tan heroico ni desinteresado- para restaurar el orden. Esto me parece un ejemplo, magníficamente ilustrado, de cómo un Monarca (simbólico, en este caso) es quien mayor preocupación suele mostrar por el devenir de la Patria, además de ser un eje de equilibrio necesario para convivir pacíficamente con la aristocracia y la república (o gobierno de la mayoría); también, extraigo la conclusión de que por muy corruptos que sean los aristócratas (los senadores romanos, en el caso que nos ocupa), es preferible su imperfecta u oligárquica cuota equilibrada de poder que el apogeo de una sádica o expeditiva tiranía.
Por cierto, esta tensión entre Monarquía y tiranía, también, queda reflejada, con cristalina claridad y penetrante nitidez, en la película ‘El Rey León’. En este otro hito de la historia del cine, el benigno Monarca Mufasa es asesinado por su hermano Scar, arrebatándole este último el Trono, con el apoyo de unas desharrapadas hienas (expresado en términos aristotélicos, el tirano conquista el poder con el respaldo de un pueblo encolerizado, es decir, de la demagogia). Al final, Simba, hijo del Rey anterior y por ende, legítimo sucesor, es el encargado de recuperar su derecho Real y restablecer, de este modo, la paz previa.
El filósofo Sir Roger Scruton puso de manifiesto que lo Sagrado se encuentra reflejado o reverberado, de forma muy meridiana, en los «cascos urbanos y edificios históricos, en la defensa de las formalidades y ceremonias de la vida pública, y en el mantenimiento de la alta cultura de Europa».
A la sazón, no veo descabellado reconocer que la Monarquía es, una encarnación, bajo la figura humana del Rey, de todo este patrimonio.
Juan Manuel de Prada, en su ensayo ‘Una enmienda a la totalidad’, sienta las bases del sentido profundo de la Monarquía en el ‘quid divinum’ (de Horacio) que aureola a dicha institución; el cual, en palabras del citado escritor, «sólo lo tienen los reyes» y «no los presidentes republicanos».
A esto, agrega De Prada que “por eso, la imaginación popular, para figurarse cabalmente a los magos de Oriente necesitó convertirlos en reyes. Y por eso también en los cuentos de hadas nos encontramos con reyes venerables y bondadosos (o, por el contrario, furiosos y crueles) y pálidas princesas que padecen encantamientos (…) Los cuentos de hadas requieren un clima sublime, como perfumado por la brisa del misterio; requieren personajes augustos, incontaminados por las pasiones plebeyas y ruines, que causen pasmo, sobrecogimiento y admiración en las almas. Nadie se pasma ante un presidente de ‘republiqueta’ o ministrillo de gabinete”.
Parafraseando al hilarante personaje que interpreta a Eduardo VIII de Inglaterra en la serie The Crown, para qué queremos normalidad, si podemos tener misterio, para qué ansiamos prosa, si albergamos la posibilidad de escribir poesía; palabras pronunciadas en referencia a la coronación de su sobrina, la Reina Isabel.
Porque la Monarquía corona a los gobiernos con un nimbo de solemnidad que va mucho más allá de la efímera elegancia. No reviste a la autoridad de un mero boato, pompa o suntuosidad, sino de un hálito invisible de mayor trascendencia y poesía, de un aire mitológico, encantado, extraído de un cuento de hadas celestial, donde los ángeles tocan el arpa entre nubes de algodón.
Por algo, Oscar Wilde, en su tratado ‘El alma del hombre bajo el socialismo’ (en el que defiende una utopía socialista de corte artística y estética, véase un tanto cómica), reconoció que un Rey, a diferencia del pueblo, tiene la sensibilidad suficiente como para agacharse a recoger la paleta de un pintor (en otras palabras, para admirar devotamente su obra de arte).
Este ‘quid divinum’ es una muestra fehaciente de aquella máxima de G.K. Chesterton, esa que consiste en llegar a Dios a través de la belleza.
Este es el ‘quid divinum’ de la Monarquía, una de las demostraciones más fidedignas de que toda autoridad viene de Dios; lo cual no debe confundirse con el endiosamiento del monarca, idea protestante y precristiana que representa justamente lo contrario. De hecho, la venida de Cristo al mundo puso en entredicho la deificación de los emperadores y por correlación, la envilecida majestad de Herodes. Así pues, un Rey Católico no es un arcángel tocado por el dedo del Altísimo, sino un pecador de carne y hueso con una responsabilidad especial ante el Señor de las alturas. Por eso, al prestar juramento, se pronuncia aquello de que si no cumple su misión con probidad, “que Dios se lo demande”; y por algo, Lope de Vega ideó aquel aforismo que reza: “Todo lo que manda el Rey, que va contra lo que Dios manda, no tiene valor de ley, ni es rey quien así se desmanda”.
Así pues, si un fuese Rey despojado de su connatural ‘quid divinum’, el sentido de la Corona quedaría reducido a fosfatina. De facto, Donoso Cortés, en su ‘Discurso sobre la situación general de Europa’, advirtió de que del mismo modo que una degradación del amor a Dios corre el riesgo de derivar en deísmo, dicho deísmo en mutar en panteísmo y semejante panteísmo en descender al ateísmo, una Monarquía puede deslizarse por la misma senda reductora, hasta el punto de alcanzar su disolución.
La razón de ser de la Monarquía radica en el ‘quid divinum’. En el momento en el que nos terminemos olvidando de esto, la institución se marchitará. Como el difunto Mufasa -en la película ‘El Rey León’- le dijo a su hijo Simba en una aparición nocturna: «Recuerda quién eres».
En este sentido, G.K, Chesterton sostenía que lo realmente importante en la vida no es saber hacia dónde vamos, sino de dónde venimos; no consiste en conocer nuestro lugar de destino, sino de procedencia; y el Rey, a mi entender, no puede olvidar que su autoridad procede de Dios, que su razón de ser estriba en el ‘quid divinum’.
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