Acostumbrado a las monsergas triunfalistas de aquellos “startuppers” que, micrófono y iPad en mano, se encumbran hasta las cimas más desorbitadas del éxito; hastiado de las ensoñaciones “trendy-chic” y “happy flower” del típico “dreamer” que surfea ilusionado sobre la “cresta de la ola”, os voy a obsequiar, desde mi experiencia como pequeño empresario, con una floresta de consejos sinceros, veraces, verosímiles, sensatos, sobrios, prudentes y humildes. En resumidas cuentas, con los pies encima de la tierra, y no “en la nube”.
Tampoco es un ave fénix que resurge de las cenizas para inflamar al mundo con su fuego redentor. Es una persona de carne y hueso que, al abrigo o al calor de un cúmulo de circunstancias, ha edificado un proyecto empresarial ¡Y punto pelota!
No consiste en jugar a las empresitas, ni en alzarse victorioso en una partida de Monopoly. De hecho, la mayoría de las empresas comienzan a ras del suelo y no desde la estratosfera. Tampoco es imprescindible que los proyectos sean millonarios, ni que requieran de una dedicación a tiempo completo (lo digo por experiencia propia). Es más, creo que existe un sinnúmero de personas con inquietudes empresariales que nunca se terminarán de embarcar en una aventura de esta índole, dado que viven en los mundos del “yuppie”, estabulados en fantasías irrealizables. Les recomiendo ser un poco más realistas y humildes. Para montar un negocio, es preciso bajar de “la nube”.
No es necesario vivir obsesionado y pasarse todo el día hablando de la misma. De hecho, como emprendedor que soy, he de decir que ha mejorado sobremanera mi calidad de vida desde que he aprendido a dosificar tanto mi dedicación real, como mental a mi proyecto. Me entrego con ahínco y denuedo, pero con un reloj de arena a un lado que me dicte cuándo tengo que “tirar el lápiz” y olvidarme de la empresa hasta el día siguiente.
El esfuerzo no sólo es necesario, sino imprescindible, pero no lo es todo. Y también, deberían ser tenidas en consideración la honradez, la rectitud moral y el decoro. Bueno, a lo que voy, montar una empresa requiere más de saber ingeniárselas para aumentar ingresos y reducir gastos. Punto. Si esta lección no queda clara, todo esfuerzo, sacrificio, arrojo, tesón denuedo y ahínco se convertirán en un “trabajar por trabajar” que no genera beneficios, en el imperativo kantiano del “deber por el deber” o en el “hacer por hacer” de la canción de Miguel Bosé. La filosofía de un emprendedor no es la misma que la de un trabajador por cuenta ajena, quien, a base de trabajar duro y de un sinfín de factores adicionales (muchos de ellos incontrolables), asciende (o no) en el escalafón empresarial.
Hay un kilométrico rosario de empresas y circunstancias, por lo que no existe una ley, a este respecto, inamovible y que se cumpla a rajatabla. Esa tendencia racionalista de intentar reducir todos los aspectos de nuestra vida a leyes, como si todo gozase de la exactitud de las matemáticas o la física, es un reduccionismo de corte pitagórico, una absurda “matematización” de la realidad, una ponzoñosa “robotización” del hombre. Ahora bien, hay una cosa que sí que es cierta, y es que, en algunos negocios (que no en todos), un porcentaje pequeño de la dedicación genera la mayoría de los beneficios, aunque no necesariamente con la precisión 20-80 que recoge el encabezado de este párrafo.
Es una pulsión humana y natural encumbrarse cuando una empresa marcha “viento en popa a toda vela”, pero es preciso tener en cuenta que todo lo que sube, corre el riesgo de bajar. De hecho, es acentuadamente frecuente en el mundo de los negocios. Para emprender, hay que luchar por amoldarse a las oscilaciones repentinas de una partitura, a los vaivenes de una montaña rusa. Por consiguiente, considero necesario adquirir la madurez sentimental suficiente como para ni endiosarse en los momentos de bonanza, ni desmoronarse en los tiempos de vacas flacas. Generar anticuerpos anímicos para sobrellevar con entereza el fracaso y con sobriedad el éxito es una de las lecciones más difíciles de aprender.
Que una empresa sea digna o no de ser creada, no depende de lo “fashion”, “trendy”, “cool” o “sexy” que resulte. En el presente, parece que tiene que sonar “chupi-guay” la idea de negocio que pongas encima del tapete y que si no alberga tintes molones de follador marbellí, no merece ser edificada. Hay vida más allá de hacer el esnob en Instagram.
Aunque en la típica escuela de negocios “trendy-chic” y “cosmo-fashion” te induzcan a lo contrario, no es necesario adherirse a las modas del statu quo para que un negocio salga a flote y vaya a buen puerto. Se puede ser empresario sin casarse con los baluartes de lo políticamente correcto, sin comulgar con los bastiones de la corrección política. No es imprescindible fingir que eres progre para convertirte en emprendedor.
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