Soy un ferviente entusiasta de aquel proyecto de unificar Europa, ese que fue trabado por católicos devotos como Alcide de Gasperi, Robert Schuman y Konrad Adenauer; el cual fue la simiente de lo que hoy conocemos bajo el nombre de Unión Europea; cuya bandera azul, por cierto, está presidida por una circunferencia enhebrada por una docena de estrellas (emblema que simboliza la plenitud y la Corona de Doce Estrellas de la Virgen María, tal y como lo reconoció su diseñador, Don Arsène Heitz).
Una de las razones medulares que alumbró esta hermandad de naciones soberanas fue establecer un marco común que evitase los conflictos bélicos entre los estados miembros; para no volver a atravesar trances tan sanguinolentos como las dos guerras mundiales (exacerbados por los nacionalismos, basados en reivindicar, de forma beligerante, los derechos de su nación frente a los de sus vecinos).
Me permito considerar que tal juntura europea -edificada, en buena medida, por eximios católicos como los citados- es la culminación de aquello que empezaron los juristas, filósofos y teólogos de la Escuela de Salamanca; a quienes les debemos el nacimiento del Derecho Internacional, véase un conjunto de tratados que arbitraban y moderaban las relaciones entre los distintos gobiernos del mundo.
Tras esta ley común, de origen medieval, florecieron exponentes del Derecho Internacional posteriores en el tiempo, como Hugo Grocio (personalidad ubicada en los siglos XVI y XVII), con su obra De Jure belli ac pacis.
Más tarde, sería Kant (1724-1804) quien, a través de su Breve ensayo sobre la Paz Perpetua, tratase de elevar el Derecho Internacional a la categoría de Liga de Naciones; bajo el postulado de que un organismo central -bien estructurado- evitaría mejor las guerras que una aglomeración informe de normas transnacionales.
Esta premisa kantiana ha perpetuado la paz entre los estados miembros de la UE (al menos, dentro del continente); así, lo entendía el burócrata y banquero francés Jean Monnet. Eso sí, Kant, también, puntualizó que su modelo debía de estar integrado por naciones soberanas, capaces de gobernarse a sí mismas; advertencia que le puede servir de aldabonazo a aquellos que confunden unidad en la diversidad con centralismo intervencionista.
Una cosa es abogar por la europeidad y otra distinta inclinarse por un ‘eurocentrismo’ que le arrebata la soberanía a los estados miembros, que controla con escuadra y cartabón sus economías, que les somete a una turbamulta de asfixiantes normativas continentales, que acrecienta el poder central en detrimento de las iniciativas locales y privadas, y que trata de imponer una moral común descristianizada, progre y relativista.
Frente a esta cosmovisión ‘eurocéntrica’, reivindico una hermandad de naciones soberanas que garantice la paz en el seno de nuestro continente y que nos haga fuertes de cara a otros colosos mundiales, como Estados Unidos, Rusia y China; sin que ello implique centralizar por completo la actividad de sus países miembros y uniformarlos bajo el paraguas de una moral descristianizada común.
Lo que no representa, ni por asomo, el espíritu de los padres fundadores de la unificación europea (el de los católicos Alcide de Gasperi, Robert Schuman y Konrad Adenauer) es presionar a estados miembros -como Hungría- por tratar de promulgar leyes provida, que pongan coto al execrable crimen del aborto; tampoco sintoniza debidamente con el alma de Europa el imponer la ideología de género y la Agenda 2030; ni siquiera el intervenir el libre desarrollo de la agricultura local (algo que, a mi juicio, no le corresponde ni a las propias entidades estatales).
En mi modesta opinión, este ‘eurocentrismo’ descristianizado tiene mucho que ver con aquella unificación de los principados alemanes orquestada por Otto Von Bismarck; quien, en su Kulturkampf contra la Iglesia Católica, trató de neutralizar las fuentes de autoridad transnacionales. Aunque se me ocurre una referencia histórica todavía más ilustrativa: el expansionismo laicista y centralista de Napoleón Bonaparte; de hecho, una Unión Europea apeada de sus raíces cristianas me resulta meridiana e indiscutiblemente bonapartista.
Como he reflejado ut supra, decía Kant que una Liga de Naciones, con su correspondiente organismo central, evita guerras; pero ello sin olvidar que este modelo kantiano implicaba, también, que los estados miembros fuesen soberanos, véase que tuviesen la capacidad de gobernarse a sí mismos.
Por esto, considero al ‘eurocentrismo’ como contrario al espíritu originario de nuestra hermandad europea; razón por la cual me permito tildar de antieuropea toda pulsión por disolver a las naciones soberanas en unos Estados Unidos de Europa, ensoñación del comunista romántico Altiero Spinelli, además del académico español Luis María Ansón (y algo parecido, también, anhelaba el socialista francés Jacques Delors).
Por algo, Alexander Hamilton, en defensa de la organización federal de Estados Unidos, subrayó que “el poder es otorgado por la libertad, y no la libertad por el poder”; por alguna razón, Edmund Burke puso tanto énfasis al denunciar la dictadura de “arriba a abajo” propia de la Revolución Francesa (a la cual, calificó como “política geométrica”); y por algún motivo, sostenía Sir Roger Scruton que el Habeas Corpus medieval garantizó que se hiciese del “gobierno siervo y no amo del ciudadano”; es más, el tecnócrata alemán Walter Hallstein concebía la jurisdicción internacional como sucesora natural de las leyes de los estados nación (como algo que germina de abajo a arriba).
El Tratado de Maastricht, de hecho, garantiza, de forma ostensible, la soberanía local, tutela que contraviene toda tentativa de ‘eurocentrismo’; y el Papa Pío XI, en su proverbial en encíclica Quadragesimo Anno, hace una enérgica defensa de la descentralización del poder, concebida como un aspecto esencial de la Doctrina Social de la Iglesia Católica.
De esta guisa, el Papa Pío XI reivindicó el consabido ‘principio de subsidiaridad’, el cual entraña que las decisiones han de ser tomadas al nivel más bajo compatible con la autoridad suprema del gobierno.
Por consiguiente, estimo que el actual ‘Pacto Verde Europeo’ transgrede esa defensa de la soberanía local defendida tanto por el Tratado de Maastricht como por el Papa Pío XI. De ahí, que los agricultores se sientan tan subyugados o sojuzgados por el intervencionismo ‘eurocéntrico’; porque ellos, al trabajar la tierra, son los verdaderos entendidos en la materia; frente a unos burócratas que dictan leyes a este respecto desde lo alto de un rascacielos, y a merced de una quimera ideológica a la que se han adherido (sin un interés directo, palpable, tangible, en el campo).
Esto último está muy bien ilustrado en la serie Todas las criaturas grandes y pequeñas, la cual versa sobre unos veterinarios que están consagrados, en cuerpo y alma, al cuidado de la fauna y la flora de su localidad; hasta el punto de que, en uno de los episodios, uno de los protagonistas entra en pugna con las administraciones territoriales de rango superior, en aras de marcarles una serie de directrices orientadas a aprobar normativas más eficaces para el cuidado del campo y de los animales.
Dicho esto, aprovecho este postrero renglón para dedicar una cita de San Pablo a los burócratas ‘eurocéntricos’, la cual reza así: “Ocupaos de vuestros asuntos y trabajar con vuestras manos« (1 Tesalonicenses 4:11).
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