Un sinfín de personas, por no decir una relativa mayoría, no alberga especial entusiasmo por aquel aforismo que reza “antes prevenir que curar”. Más bien, tiende a invertir el orden de tan proverbial advertencia. En este caso, el orden de los factores sí altera el producto, a contrario sensu de lo que predica la propiedad conmutativa.
Cuando alguien, ante un problema que se entrevé en el horizonte, que se encuentra al final del túnel, pero con una luz tan tenue que impide que sea visto con claridad, es capaz de vislumbrarlo y de vaticinar su llegada a años vista, los demás le observan como si fuese un lunático, un profeta desquiciado que divulga augurios de lo más descabellados.
Ahora bien, cuando el problema llega, el carácter asustadizo de los críticos se disipa con precoz efervescencia, hasta el punto de que pierden numerosos atisbos de misericordia y mesura.
Puede que una de las explicaciones de esta realidad sea el consabido dicho de “ojos que no ven, corazón que no siente” (en este caso, no sentir el problema hasta que no sea visto).
Otra de las razones seguramente sea aquello que llaman “efecto rebaño”, es decir, el afán por hacer lo que esté de moda en cada momento, ese seguidismo consistente en encontrarse a merced de la mayoría, de lo que quede bien en cada coyuntura.
Un tercer motivo puede que sea que a muchos les genera más morbo castigar a los culpables que prevenir los problemas (la prevalencia de lo punitivo sobre lo preventivo). Desde antiguo, a mucha gente, le ha despertado una pasión ineluctable dar sopas con honda a los villanos del momento.
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