Es arrolladoramente probable que pienses que me voy a sacar de la chistera una floresta de consejitos estúpidos y cursilones, estólidos y acaramelados, propios de un fresón rebelde más “emotivista” que un alfeñique “gafapasta” con jersey de cuello vuelto; de esos que cacarean mantras lacrimógenos desde la tarima de una “charla TEDx”.
Pues, me alegra decirte que estás diametralmente equivocado. Los razonamientos que voy a esgrimir en los renglones ulteriores están resabiados de una significativa envergadura intelectual, de una hondura teológica de lo más encomiable y laudatoria; amén de arcangélica y celestial.
Hecha esta hilarante introducción, abro el telón del tema que, hoy, nos ocupa: ¿Cómo conseguir perdonar- e incluso, amar- a las personas que nos producen urticaria?
El simple hecho de que esta cuestión se trate de una prioridad me ha espoleado a tomármelo muchísimo más en serio, a meditarlo con inefable detenimiento. En definitiva, he puesto un esmero superlativo en convertirlo en algo prioritario en la singladura de mi vida.
Esta conclusión no es una invención del autor del citado opúsculo, sino que está extraída de una cita de San Mateo, cuyo tenor literal reza así: “si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? ¿Acaso no hacen eso también los publicanos? Y si saludáis solamente a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de más? ¿Acaso no hacen eso también los paganos?».
A esto, cabe agregar que si Jesucristo permitió ser ultrajado, humillado, escarnecido, lacerado y masacrado en la Cruz, a causa de nuestros pecados, ¿No es una Cruz prioritaria de todo católico el amar a aquellos que nos generen animadversión, del mismo modo que Cristo lo hizo con todos nosotros, hasta el extremo de ser crucificado?
Desde que, hace escasas semanas, aprendí a verlo desde esta óptica, he decidido hacer un esfuerzo prometeico por intentar amar -o al menos, dejar de detestar- a aquellas personas que me resultan intragables. Al principio, interiorizar este mensaje me estaba costando sangre, sudor y lágrimas, pero, a medida que he ido transformándolo en una prioridad, he terminado por lograr resultados bastante satisfactorios (que no pluscuamperfectos, pero, aun así, dignos de consideración).
Por cierto, lo dicho es, también, extensible a aquellos que nos resulten pesados, pegajosos, molestos, raros, “frikis” y “toligos”. ¿Qué mérito tiene ser simpáticos y dedicar tiempo a aquellos que nos parecen “la crème de la crème”?
Por tanto, cuando alguien sea un poco pesado, plasta o pelmazo, seamos amables y pacientes con él; y si un pardillo, “friki” o “toligo” se acerca a departir con nosotros, además de pacientes y amables, seamos humildes, porque creernos “chupiguáis” y miembros de la “gente guapa” no es precisamente un gesto que rebose humildad.
No me cabe ninguna duda de que Jesucristo sacaría el látigo que utilizó con los mercaderes del Templo en las bodas, discotecas y fiestas de ocasión, para darle un ejemplar aldabonazo a aquellos tontainas que no se dignen a empatizar con los llaneros solitarios.
Por consiguiente, quien se negare a irradiar misericordia hacia la fealdad y la debilidad de su prójimo, se estará comportando como un nefando pagano de la era precristiana.
Sir William Shakespeare, en Hamlet (una de las obras de teatro de inspiración cristiana más prodigiosas de la historia), dijo que “cuanto menor sea su mérito, mayor sea tu bondad”. Se trata de una clarividente -clara y evidente- exhortación a que seamos especialmente amables con los que moran aquejados por la debilidad; algo que, por cierto, muy pocos ponen en práctica, en una frívola sociedad que vive curvada ante el becerro dorado del éxito.
A esto, Shakespeare añadió que “si eres honesta y hermosa, no debes consentir que tu honestidad trate con tu belleza”. Esta cita es un aldabonazo muy explícito, dirigido a aquellas personas que se muestran más agradables con la “gente guapa”. Que alguien sea más “sexy” y esbelto no significa que merezca mayor amabilidad por nuestra parte.
Esta cita shakespeariana es una cura de humildad que nos puede venir muy bien para poner en práctica el mensaje principal de esta exhortación, véase el de aprender a amar a aquellos a los que nos cuesta soportar. A través de dicha reflexión, Shakespeare trata de comunicarnos que si la justicia divina fuese aplicada sin ningún atisbo de misericordia, todos tendríamos que echarnos a temblar.
En base a esto último, cuando pensemos que Fulanito o Menganito -por malévolos que hayan sido con nosotros- no son merecedores de nuestro perdón, recordemos la citada frase de Shakespeare: “Si a los hombres se les hubiese de tratar según merecen, ¿Quién escaparía de ser azotado?”.
Cuando rezamos el Padrenuestro y pronunciamos el “perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, se encuentra explícitamente reflejado lo expuesto en el párrafo anterior: el perdón que Dios ejerza sobre nosotros dependerá, en buena medida, del que nosotros hayamos ejercido sobre el prójimo.
En palabras del Papa Francisco, «la medida que usemos para comprender y perdonar se aplicará a nosotros para perdonarnos». A esto, añade el Santo Padre: «La medida que apliquemos para dar se nos aplicará en el Cielo para recompensarnos. No nos conviene olvidarlo».
Como colofón final, aprovecho este postrero renglón para incorporar un sabio consejo de uno de mis amigos más preciados, que consiste en que cuando no seamos capaces de amar -o de dejar de odiar- a aquellos que nos han hecho un daño indecible, pidamos a Dios que se apiade de sus almas. Lo considero una receta formidable para darle un cariz cristiano a nuestros sentimientos de ira, rabia y desazón.
De facto, esta última reflexión guarda una estrecha relación con aquello que dijo Jesús mientras era crucificado, el proverbial «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen».
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