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Cuando Josep Cuevas vendió su Bugatti… De hacer el idiota en la playa a ir a un retiro de Effetá

AUTOR: Josep Cuevas, profesor de sushi y terapeuta de pareja

Vendí mi Bugatti, con el objetivo de vivir una experiencia parecida al Monje que vendió su Ferrari. Me quise despojar -durante mi mes de vacaciones, no para siempre- de los bienes materiales, para experimentar nuevas vivencias… Estímulos… Sensaciones…

¿Y por qué lo hice? Bajo el pretexto de ser un explorador…Un buscador… Un culo inquieto, abierto a saborear nuevos daiquiris

Mi Bugatti lo vendí caro (muy caro), lo reconozco, pero lo hice por el bien de mi proyecto; porque yo, por la filantropía, mato…

Compré -a un precio exorbitante, lo admito- una cabañita en Maldivas, pero no para pegarme una vida de lujos y caprichos, sino porque soy un amante de las cosas bien hechas… Siempre lo he sido, no lo puedo evitar… Forma parte de mi ADN… Soy un perfeccionista… Nato…

Durante el día, yacía tendido sobre la orilla de una hermosísima playa… Masajear mi cabello Pantene con sus granitos de arena fue una experiencia salvaje… Que me permitió mimetizarme con el medioambiente… Empatizar con la madre naturaleza… A la que tanto queremos…

Pero lo más estimulante de todo era avizorar, desde las faldas playeras, el sigiloso baile de las aguas azul turquesa… Parecía como si una turmalina de Paraiba se hubiese diluido en el océano…

Ese azul eléctrico… Inmaculado… Virgen… Con destellos verdosos y dorados… Como efecto de la percusión del sol sobre las aguas… Pura magia… Fue una experiencia religiosa, como dice aquella canción de mi amigo Quique… Quique Iglesias… Con el que tantos momentos he compartido…

Aunque lo mejor de todo fue la sensación de cerrar los ojos y sellar los párpados con un antifaz helado… Mientras la música caudalosa de los mares acariciaba mis tímpanos… Desde el invisible horizonte acústico… Bendito silencio musical…

En aquellos instantes eternos, en los que el tiempo parecía que se había pulverizado, comprendí aquella enseñanza de Oscar Wilde… Esa que decía que la contemplación es la ocupación natural del hombre…

Sin embargo, cuando creía que había trepado hasta la tornasolada cima de la relajación, todavía me faltaba un estímulo para surfear desde la cresta de la ola… Y así, alcanzar el nirvana

Experimenté el clímax de la relajación cuando, durante la quinta noche de mi estancia en Maldivas, me atreví a hacer el amor con una mujer exótica, de tez mulata… Una “dama de poncho rojo”, con “pelo de plata y carne morena”“Mestiza ardiente de lengua libre” Como dice aquel hito musical de Joaquín Sabina…

Después de estas vivencias tan apasionantes, descubrí que tal éxtasis de poesía no era más que la prosa de la frivolidad disfrazada de un falso misticismo… Y retornaron a mi memoria aquellos renglones de Fiódor Dostoievski, estampados sobre su novela Los hermanos Karamázov

Esos párrafos tan vibrantes, tan poderosos, ilustraban sobre cómo los turistas quedaban admirados ante la vida de unos sacerdotes recluidos en un Monasterio… Personas contemplativas y profundas… Pero sumergidas en una contemplación que les conducía a adorar a Dios y a rezar por el prójimo…

Se trataba de un modus vivendi contemplativo, pero, también, desinteresado… Vivido con amor, abnegación y entrega… Dotado de un propósito… No como las sensaciones que estaba experimentando en aquella deliciosa playa de las Maldivas…  Donde todo giraba en torno a cultivar el individualismo más extremo, a centrarme en el yo, sin preocuparme por los otros… Donde todo quedaba reducido a darme un baño de frivolidad… Un baño de frivolidad adornado de una falsa poesía…

De esta guisa, opté por dejar de hacer el moñas y el gilipollas, para dibujar nuevas notas sobre la partitura de mi vida… Decidí volver la mirada a Cristo, para dejar de sumergirme en falsos misticismos… En espurias mitologías…

Y meses después, quedé fascinado con un concierto de Hakuna y un retiro de Effetá… Y esto me concedió el privilegio de encabezar una Fiesta de la Resurrección junto a Nachter y Carlos Baute…

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