Érase una vez una mula que proveía de avituallamiento, viandas y pantagruélicos manjares a los animales de la comarca más cercana, la cual estaba a veinte kilómetros de aquel paraje del mapamundi, alejado de la mano de Dios.
Día tras día, semana tras semana, la mula recorría veinte kilómetros, cargando provisiones y elixires a sus espaldas, para evitar la desnutrición en dicha comarca, severamente atizada por la pobreza, asolada por la inmundicia más desoladora.
Este éxtasis de alegría, propio de un grado de Felicidad adquirido a causa de sus buenas obras, le generaba, al mismo tiempo, una sensación de serenidad indescriptible, que no se trataba de un mero estado de tranquilidad, sino de algo más trascendente, situado en una órbita superior, llamado Paz.
La mula veía esa Paz como la hermana siamesa de la Felicidad. Ambas caminaban juntas en todo momento, su causa siempre era la misma (las buenas obras), y cuando se disipaban o desvanecían, también, lo hacían al unísono. Lo tenía más que comprobado y nunca dejaba de sorprenderle.
Tras quedar obnubilado con aquellas seductoras aguas, aparcó los nutrientes que estaba transportando en la cuneta, abandonó la senda y se encaramó a darse un chapuzón. Se abalanzó sobre el estanque con una decisión indomable, sin ningún género de miramientos, ambages, ni circunloquios.
Tal fue el sosiego, la serenidad, la mansedumbre que le causó bañarse en aquellas reconfortantes aguas, que sustituyó el transportar alimentos a los más necesitados por chapotear en aquel delicioso estanque. Y los desvalidos lloraron amargamente la ausencia de la desprendida y caritativa mula.
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