Cuento para adultos, por el ingenioso hidalgo Don Pepone
ACLARACIÓN IMPORTANTE: aunque la fábula sea narrada en primera persona, el protagonista es fictio (de hecho, no se parece al autor que la ha escrito ni en el blanco de los ojos).
Albergaba dudas sobre si acudir a confesarme con un sacerdote más joven, mejor sintonizado con los pecados de la era digital; pero la última enseñanza que Don Fadrique me transmitió en la confesión anterior me resultó tan convincente que volví escogerle como mi director espiritual.
Me dio la sensación de que, a pesar de su provecta edad, podría despejar mis incógnitas, arrojar luz sobre la incertidumbre y el misterio que me atenazaban.
Su precisión didáctica como teólogo, más la hondura de su sabiduría escolástica, lograron despertar en mí la inquietud de suplicar, de nuevo, su misericordia; y digo “misericordia” por el candor, por la ternura, por la compasión, por la comprensión y por la empatía que irradia su carácter. Es una especie de erudito risueño (en peligro de extinción).
-. Pecador: Buenos días, Padre. Espero no importunarle con mis vergonzosos pecados.
-. Confesor: Muy buenos días, picarón – le espeta con burlesca simpatía. A ver, me importunan los pecados, no los pecadores. Los primeros, no merecen perdón alguno, pero los segundos, hasta setenta veces siete. En segundo término, todo acto pecaminoso es una vergüenza, por lo que decir “vergonzosos pecados” se trata de una redundancia. En tercer lugar, Jesucristo nos dejó bien claro que todos somos pecadores, motivo por el cual para rechazar a un pecador, como tú, tendría, primero, que rechazarme a mí mismo. Por último, Chesterton dijo, con su oblicuo y adiposo vientre en ristre, que la Iglesia no es la asamblea de los justos, sino el hospital de los pecadores; las ovejas descarriadas tienen prioridad en el redil, y también, las trasquiladas, así que puedes quedarte un poco más tranquilo – le dice, con simpático humor inglés, en referencia a su melena alborotada.
-. Pecador: Me resultan reconfortantes sus palabras, Padre.
-. Confesor: De que te reconforte algo que yo haga o diga, sí que tendrías que avergonzarte – le replica, nuevamente, con humor inglés (fruto de que, durante la tarde anterior, estuvo engullendo los hilarantes cuentos de El Padre Brown, un emblema del sacerdocio ejercido con donaire y genialidad detectivesca).
-. Pecador: Le reconozco que siento un profundo asco de mí mismo, por lo rocambolescos, demenciales y estrambóticos que resultan mis pecados. Así, que me está viniendo muy bien recibir unas gotas de clemencia y alivio por su parte.
-. Confesor: Hay dos tipos de dolor. Uno, es el sano, desazón que te lleva a arrepentirte y confesarte. Otro, es el crónico, el pegajoso, el permanente, que es una trampa del demonio para generarnos angustia, pesimismo, desesperación… Quédate con el primero y apéate del segundo. Dolor de los pecados, sí; dolor de uno mismo, no.
-. Pecador: ¿Y cómo me desprendo del dolor crónico si siento asco de mí mismo?
-. Confesor: Muy simple. Acéptate a ti mismo sin aceptar tus pecados. La aceptación propia tiene que depender del ser, no de lo que hacemos o conseguimos. ¿Y qué somos? Hijos de Dios. Sólo por eso mereces amor, misericordia y comprensión ¡Incluso yo lo merezco!
-. Pecador: Admito que, con lo que acaba de decir, me ha hecho algo ‘clic’ en el cerebro. Aceptarse a uno mismo sin aceptar sus pecados; dolor de los pecados sin sentir dolor de uno mismo. Interesante; muy interesante…
-. Confesor: Además de en el plano espiritual, también, es muy reconfortante en el psicológico. Es una lección que alivia a los incrédulos. Aceptarse a uno mismo sin aceptar lo que se hace mal; dolor que lleva al arrepentimiento de los malos actos sin sentir un dolor crónico o permanente…
-. Pecador: Ahora bien, ¿Cómo puede convencerme de que Dios no me rechaza por mis pecados? Ya sabe que los míos son un tanto particulares…
-. Confesor: Ya te he revelado antes una frase magnífica de Chesterton, esa que dice que la Iglesia no es la asamblea de los justos, sino el hospital de los pecadores. En términos bíblicos, huelga recordar que Dios prefiere que vuelva al redil una oveja descarriada -y en tu caso, trasquilada- que a noventa y nueve justas; además, cuando Jesucristo fue interpelado por comer y beber con publicanos y pecadores, Él respondió: “Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores, para que se conviertan”.
-. Pecador: Sabiendo que con tal claridad lo dijo Jesús, ya me quedo más tranquilo. Además, me tranquilizan, por doble partida, sus palabras, dado que Cristo hace alusión a “los enfermos”; y mis pecados, aparte de ser pecados, también, me resultan un tanto enfermizos…
-. Confesor: Sabia conclusión. Por eso, precisamente, tenía pensado que tratases tu asunto con un especialista, sin dejar de acudir a mí, naturalmente. Enamorarte y tener apetito sexual de una fantasía virtual, como comprenderás, no es un tema de mi exclusiva competencia. También, ha de ser tratado por un buen psicólogo.
-. Pecador: Estoy de acuerdo, aunque me extraña que un sacerdote me recomiende dejar una parte de mi problema en manos de un especialista…
-. Confesor: Tu extrañeza se debe a que tienes una visión un tanto platónica de la religión. Te recuerdo que el catolicismo no es la teología del alma, sino del cuerpo y del alma. Por esto, nuestra psicología afecta a nuestra fe; y viceversa. Estamos llamados a armonizar la espiritualidad con la razón y las emociones, en aras de que exista una coherencia católica entre lo que pensamos, lo que queremos, lo que hacemos y lo que decimos.
-. Pecador: ¿Esto quiere decir que el alma puede contribuir a curar los sentimos, y viceversa?
-. Confesor: Acabas de pronunciar un epigrama digno de encabezar un diccionario de citas. Es más, los escolásticos incidieron mucho en que todo lo que llega al intelecto es previamente filtrado por los sentidos; conclusión respaldada por el aforismo latino Nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu. Así pues, si los sentidos no están sanos, razonaremos de manera un tanto ebria y por ende, experimentaremos cierta borrachera espiritual.
-. Pecador: Padre ¡Es usted un pozo de sabiduría!
-. Confesor: Tienes razón. Mientras yo soy un sórdido y oxidado pozo, la Virgen María es un “asiento de sabiduría”; como reza la oración.
-. Pecador: Así pues, mi gozo, en su pozo, Padre.
-. Confesor: Para, una vez confesado, rebosar de alborozo.
-. Pecador: Me ha quitado la preocupación y para más inri, me está haciendo reír, por lo que ya estoy sobradamente preparado para empezar la confesión. La última vez que hablamos, nos quedamos en que tratar de intimar sexualmente con una fantasía virtual es pecado, puesto que la sexualidad ha de estar reservada para nuestras novias (sin perder la castidad con ellas y aplicando con templanza las muestras de cariño), y para nuestras mujeres, en toda la plenitud del acto sexual.
-. Confesor: Efectivamente. De hecho, si lo piensas con un poquito de detenimiento, da igual que se trate de una fantasía virtual. El sexto mandamiento reza “no cometerás actos impuros”, y el noveno, “no consentirás pensamientos ni deseos impuros”.
-. Pecador: Entonces, ¿Qué diferencia hay entre consentir deseos voluptuosos con una fantasía virtual y el albergar pensamientos impuros con una mujer?
-. Confesor: Formidable pregunta. El pecado es el mismo, pero el primer supuesto es más peligroso -y por ende, más grave- que el segundo, dado que provoca un mayor desvío en nuestra naturaleza. Lo que nos desvía más del orden natural, nos deja más extraviados.
-. Pecador: Entiendo, Padre. Es como elegir emborracharse con un jarabe de veinte grados u otro de cuarenta. El pecado en sí es la borrachera, pero una se produce con mayor graduación que otra.
-. Confesor: Francamente, no lo hubiera podido explicar mejor. Por esto, precisamente, consumir pornografía es más nocivo que pecar de pureza sin consumirla. La finalidad y el desenlace, por decirlo de manera elegante, es el mismo, pero el desarrollo de la historia es más salvaje en un caso que en otro. El pecado es muy similar, pero digerido con un licor de mayor graduación.
-. Pecador: Si el consumo pornografía es la comisión de un acto impuro con mayor graduación, ¿Mis deseos con una fantasía virtual estarían un peldaño por encima del porno?
-. Confesor: Afirmativo. Al cobrar vida virtual, se trataría de una pornografía más gráfica, luego, más pornográfica.
-. Pecador: Muy gráfico su epigrama, Padre. Me ha quedado todo muy claro. Ahora, me asalta otra duda. Usted sabe que soy un hombre casado, razón que me llevaba a plantearme si consentir deseos concupiscentes con una fantasía virtual era adulterio; pero, tras su explicación, me ha quedado claro que no.
-. Confesor: Si leemos la doctrina con fría literalidad, no estarías pecando de adulterio en sentido estricto. Ahora bien, por muchas trampas que hagamos con la ley en la mano, le podremos engañar a un juez de carne y hueso, pero no a Dios. No serías un adúltero en términos literales, pero a ojos del Altísimo, tu comportamiento resultaría un tanto similar.
-. Pecador: Muchas gracias, Padre. De hecho, creo recordar que algo similar está revelado en las Sagradas Escrituras.
-. Confesor: «Habéis oído que se dijo: “No cometerás adulterio”. Pues yo os digo: Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón» (Mt 5, 27-28).
-. Pecador: Muy buen ejemplo, pero se le olvida de un detalle: la cita dice “todo el que mira a una mujer”.
-. Confesor: Tu comentario rebosa de legalismo farisaico. Es propio de alguien que pretende engañar a Dios, a base de hacer una lectura extremadamente literal de sus enseñanzas; tan literal que las saca de contexto, puesto que mira la superficie de un mar que ha de ser observado y escrutado desde dentro. Más Lectio Divina e intus legere, por favor.
-. Pecador: Era una broma simpática que me apetecía hacerle, Padre. He entendido bien el mensaje. Es más, en caso de haber conocido mi problema, creo que San Mateo hubiese sido todavía más explícito.