ENTREVISTA al escritor Ignacio Crespí de Valldaura
Hoy, 31 de julio, día de San Ignacio de Loyola, acomodamos, en el chéster de los entrevistados, al escritor Ignacio Crespí de Valldaura, con la máxima de que nos cuente cómo influyó el santo -a quien debe su nombre- en su catarsis espiritual.
-. Tengo entendido que, en tu carné de identidad, pone que te llamas Ignacio de Loyola…
Efectivamente. No sólo fui bautizado con el nombre de un santo tan célebre, sino que porto, orgulloso, mi onomástica en el frontispicio del DNI. De hecho, más de uno y de dos han llegado a pensar que mi primer apellido es Loyola.
-. Por lo que veo, eres el hombre de las mil identidades: Ignacio de Loyola, Ignacio Crespí de Valldaura, Pepo, Don Pepone…
En efecto. Parezco el protagonista de La importancia de llamarse Ernesto, la archiconocida obra de teatro de Óscar Wilde; quien se llama de una manera en el campo y de otra, en la ciudad. Como diría el literato irlandés en dicha comedia, practico el Bumburismo.
-. Volviendo la mirada al santo, ¿Cómo influyó la luz de su aureola en tu proceso de conversión?
A ver, ya establa convertidito de antes. Digamos que la influencia del santo Ignaciano sembró en mí una limpieza interior sin precedentes; consistente en situar a Dios en un primer plano, por encima de otros menesteres que le arrebatan el peldaño más alto de mi podio espiritual.
-. En otras palabras, que tenías a Dios colocado en un segundo plano
Afirmativo. Si Ignacio de Loyola se embarcaba en batallas en pos de alimentar su vanidad, yo tenía mi corazón excesivamente puesto en el éxito profesional.
Si Ignacio de Loyola fue herido -con severidad- en la pierna por el impacto de una bola de cañón (y su periodo de reposo le ayudó a intensificar su relación con Dios), yo me empecé a zambullir en el silencio espiritual y me reconcilié con los libros gracias a que zozobró un negociete que monté (lo cual me estabuló en un estado de cierta abulia y melancolía).
-. Antes de que ahondemos en tu experiencia personal, ¿Podrías hacer un croquis de cómo fue ese antes y después en la singladura de San Ignacio de Loyola?
Su último episodio militar tuvo lugar en 1521, cuando el 20 de mayo de ese mismo año –lunes de Pentecostés- fue reducido por el impacto de una bola de cañón en defensa de Pamplona. Con una pierna rota y la otra herida, hizo de sus días de descanso un tiempo para la lectura y la contemplación.
Libros como el Flos Sanctorum o La vida de Cristo del cartujo Ludolfo de Sajonia contribuyeron enormemente a su crecimiento espiritual. Sin embargo, el hecho decisivo de su transformación fue una visión que tuvo de María junto al Niño.
A partir de aquí, reconoció embarcarse en guerras con el mero fin de adquirir honra, lo que significaba que su vocación militar no era más que una muestra de su vanidad. De sí mismo lo escribió en estos términos: “Dado a las vanidades del mundo y principalmente se deleitaba en ejercicio de armas con un grande y vano deseo de ganar honra”
En consecuencia, el vasco colgó la armadura en Barcelona e hizo de la vida religiosa su hábito con la máxima de llegar a Tierra Santa.
-. Magnífico resumen. Ahora, vayamos con el otro Ignacio de Loyola, con el que no es tan santo
Ese soy yo, en efecto, ja, ja. Como he dicho ut supra, del mismo modo que San Ignacio de Loyola -antes de sufrir una metamorfosis espiritual durante su reposo médico- estaba consagrado a la vanidad del guerrero, yo tenía un celo desaforado por trepar hasta la cima del éxito profesional; una versión moderna, véase mucho menos épica -y por ende, bastante más hortera- que la del santo Ignaciano.
Si San Ignacio de Loyola, seguramente, lo hiciese por una cuestión de pundonor renacentista, mi avaricia económica hundía sus raíces, simple y llanamente, en cumplir con un estereotipo sobrevalorado en la sociedad de nuestro tiempo: el del profesional exitoso.
En síntesis, mi máxima aspiración en la vida consistía en cumplir con un canon social establecido, en recibir el aplauso de personas a las que, para colmo, no les importo un comino. Intentaba amasar fortuna nada más que por dar una imagen sublimada en el presente, no porque ello me generara una honda satisfacción.
Poco antes de la irrupción del COVID, fundé este medio de comunicación, El Diario de Colón, con el objetivo de forrarme a rebufo del tráfico de visitas y del número clics en los anuncios colocados por Google.
Además de tener mi trabajo en la empresa familiar, dedicaba dos horas al día a redactar noticias amarillistas, sensacionalistas, populacheras, con titulares de máximo impacto, ello en aras de que los estólidos usuarios de internet hiciesen clic con su dedito en mis publicaciones. En román paladino, me dedicaba a publicar estupideces de alto voltaje, con el único fin de ganar dinero.
La verdad es que, durante un puñado considerable de meses, el ‘negoci’ funcionó como un cohete, pero, un buen día, periclitó, a causa de un cambio en los algoritmos realizado por las manos turbinas -e invisibles- de internet. Así pues, mis ingresos mensuales sufrieron un doloroso varapalo, lo cual me sumió en un estadio semidepresivo.
A la sazón, mandé mi hýbris -o ambición desmesurada- a freír puñetas, y sustituí la avaricia por reconciliarme con los libros; y volví a leer a los clásicos de la literatura, a escribir artículos de elevada magnitud intelectual (en vez de noticias frívolas sobre lo flotante de la actualidad y el meteoro del momento), y a depositar mis esperanzas en Dios y en María. En resumen, abjuré de transformarme en un homo economicus, para volver a ser un homo sapiens.
Este punto de inflexión en mi trayectoria me ha espoleado a situar el cultivo de la fe en un primer plano y a solazarme en el placer de la escritura (la de textos decentes, con enjundia intelectual, no la de memeces sensacionalistas).
-. ¿Nos podrías obsequiar con algún ejemplo de dichas memeces sensacionalistas?
Sin hacer alusión a personas concretas, porque no quiero atacar a nadie, el típico titular de que alguien ha fulminado a tal o cual político, publicado en un vídeo cutre de YouTube; o la legendaria bravuconada dedicada por un comunicador a algún déspota democrático (o antidemocrático). Reconozco que me lo pasaba de fábula, pero era algo que no me llenaba.
La política me parece una de las religiones paganas del siglo XXI. Nos disgrega como hermanos en estúpidas lides, desvía nuestra atención de las cosas verdaderamente importantes y estamos enchufados a ella de forma permanente (por culpa de los teléfonos móviles).
Es más, según cuenta Benedicto XVI, Barrabás, a quien el pueblo eligió salvar en vez de a Jesucristo, es probable que fuese una especie de vocero político; esto sumado al hecho de que Cristo vino al mundo -como Rey de los judíos- en una época en la que se deificaba a los caudillos gubernamentales; y Herodes, de facto, estaba celoso del Nacimiento de un Rey, puesto que lo interpretó como que era algo que eclipsaba su autoridad.
Al final, cualquier cosa buena que vivamos con cierta obsesión y que nos empuje a soslayar otras realidades aún más importantes (como situar a Dios en el centro de nuestra vida), se termina mudando en una especie de religión pagana. Ya lo decía G.K. Chesterton en estos términos: “El mundo moderno está repleto de antiguas virtudes cristianas desquiciadas, que se han desquiciado porque se han separado de las demás y ahora vagan solas”.
Tanto la obsesión con la política como con el éxito son “teologías secularizadas” muy características de la sociedad de nuestro tiempo. Se trata de dos cosas que, per se, no son malas, pero que pueden -con cierta facilidad- degenerar en nocivas. Algo similar ocurre con otras obsesiones que suelen ser elevadas al grado de religión: el cuidado del cuerpo, de la salud, del clima…
-. Muy evocador, la verdad… Aparte del influjo de San Ignacio, ¿Hay algún elemento adicional que te llevase a adoptar este cambio de rumbo?
La voz de Dios se manifestó de muchas maneras. La biografía de San Ignacio de Loyola fue una manifestación importante de esta llamada a dejar de hacer el idiota, pero no goza del monopolio de tal cambio; digamos que forma parte de un ramillete de influencias.
-. ¿Nos podrías revelar algunas de esas influencias?
Naturalmente. Por ejemplo, hubo un fragmento de El Principito -la magna obra de Antoine de Saint-Exupéry– en el que un hombre de negocios se dedicaba a apropiarse de las estrellas que avizoraba en el firmamento, a base de contabilizarlas. Tras ser interpelado -por el protagonista- sobre el sentido de semejante conducta, este hombre de negocios empezó a titubear casi al principio del interrogatorio. En resumidas cuentas, no sabía, en verdad, por qué lo hacía.
En estos renglones, me vi meridianamente reflejado. Tras preguntarme, con hondura, por qué vivía angustiado por querer forrarme, llegué a la conclusión de que no lo hacía realmente por mi bienestar, sino por cumplir con un estereotipo de profesional exitoso tan idealizado por los veinteañeros impetuosos.
Al final, estaba sacrificándome, devanándome los sesos y deslomándome a trabajar horas extra por apuntalar mi superioridad, por transfigurarme en un primus inter pares (primero entre sus iguales).
Además de estos párrafos de El Principito, hubo otra novela corta que contribuyó decisivamente a mi giro copernicano, la cual tiene por título La muerte de Iván Illich. En esta obra cumbre de León Tolstói, el protagonista es un funcionario de justicia que vivía consagrado a la ambición profesional, pero no tanto por buscar la virtud y la bondad, sino movido principalmente por alimentar su vanidad (esto es algo sobre lo que deberían de reflexionar demasiadas personas). Pues bien, además de que mejorar como persona no era aquello que -realmente- le espoleaba a deslomarse a trabajar, este personaje enfermó cuando se encontraba al borde de alcanzar “la vida lograda”; aquí, se puede percibir lo irracional que resulta que entreguemos nuestra vida a lo efímero, a lo caduco, a lo perecedero…
En palabras del filósofo Alan Watts, “el hombre sufre a causa de su sed de poseer lo que es esencialmente transitorio”; algo que me recuerda a la enseñanza bíblica de que lo que no le ofrecemos a Dios en esta vida, se lo acaba tragando la tierra…
También, hay una reflexión de Voltaire, plasmada en su obra Cándido, que me hizo pensar en el tema que nos ocupa, aquello de que más vale cuidar nuestro jardín interior que afanarnos en buscar tesoros más allá de los mares. Como decía Carl Jung, quien mira fuera, sueña, pero quien mira hacia dentro, despierta.
Por otro lado, hay unos epigramas (véase frases sublimes) de Óscar Wilde en los que el genio irlandés se mofaba de aquellos que tenían un perfil intelectual perfecto, pero que lo habían atrofiado tras renunciar al mismo, por haberse entregado -en cuerpo y alma- a un trabajo útil.
-. ¡Caramba! Veo que este cambio es algo que tenías verdaderamente meditado. Antes de terminar, ¿Te parece inmoral buscar el éxito?
Me intuía que ibas a atacar por ahí, ja, ja. Me parece genial perseguir el éxito (y aún mejor alcanzarlo), siempre que no seamos emocionalmente dependientes del mismo; ni que lo convirtamos en una prioridad vital, que le haga sombra a lo que de verdad importa. El problema es la dependencia y la obsesión (véase el ‘exitocentrismo’), no el éxito en sí mismo.
De hecho, yo no estoy cerrado en banda al éxito. Es más, todavía sigo haciendo calibraciones sobre cómo conseguirlo. Ahora bien, la diferencia es que, ahora, ni me parece fundamental alcanzarlo, ni voy a hipotecar mi vida por ello.
El dinero es un medio para lograr un fin, que es el de vivir mejor; si transformamos dicho medio -el dinero- en el fin y por ende, pasamos a tener peor vida, poco sentido tiene librar esta batalla.
-. Muchas gracias por compartir con nosotros tu apasionante testimonio, Ignacio. Nos hace a todos replantearnos una serie de cosas…
Si tan sólo a una persona -de entre todas que lean esta entrevista- le sirve para mejorar en su vida cristiana, me doy por satisfecho.