Columnista: Íñigo Bou-Crespins
Ciudad de México fue sacudida por una de las epidemias más feroces de la historia de la humanidad.
En el lapso temporal comprendido entre septiembre de 1736 y abril de 1737, una epidemia, conocida como la del Matlazahuatl, sembró unos 200.000 cadáveres en Ciudad de México y territorios aledaños.
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No hubo medio humano de mitigar la enfermedad
El Cabildo de Ciudad de México puso un esmero inagotable en contener la enfermedad, pero los resortes de la época no fueron lo suficientemente efectivos como para erradicarla.
Tras un sinfín de conatos fallidos de extinguir la epidemia, después de incesantes intentos de toda índole y condición, desde médicos, políticos, económicos hasta religiosos, no hubo ni siquiera manera de aplacarla.
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El hecho a partir del cual la incontenible epidemia empezó a decrecer
Los devotos católicos, desesperanzados al no recibir el auxilio divino, tras haberlo implorado en un sinnúmero de oraciones, tuvieron la brillante idea de rezar en el Santuario dedicado a la Virgen de Guadalupe, y lo hicieron hasta la extenuación, con un fervor inusitado.
La devoción fue de tales proporciones que el propio Cabildo le pidió al Arzobispo de México permiso para que el pueblo se abrigase “bajo el cesletial escudo de María de Guadalupe”. Y así, fue.
Escaso tiempo después y sin explicación humana alguna, la invencible epidemia del Matlazahuatl comenzó a decrecer, hasta quedar extinta por completo.