Autor del cuento: Íñigo Bou-Crespins, bohemio y escritor
Érase una vez un valle desencantado, que no encantado, en el que reinaba el latrocinio, el pillaje, el motín y la algarabía. Vamos, el vicio en todo su esplendor, si es que se puede calificar de esplendoroso lo vicioso.
Un dichoso día, al mismo tiempo que el sol, ese dorado ojo celeste, se abría en el cielo, emergía una resplandeciente casa de las profundidades de la tierra.
La inmensa propiedad, a la que se puede tildar de palacete, exhalaba una belleza arrobadora. Aunaba elementos arquitectónicos deliciosos, que hipnotizaban a todo aquel que tenía el privilegio de observarla.
Por un lado, atesoraba el encanto novelesco de una construcción de Gaudí, como si fuese una casa de chocolate a medio derretir.
Por otra parte, encerraba el carácter risueño y entrañable de una choza rural del centro de Europa, de colores vivos, brillantes, destellantes, en seductora armonía con sus vigas de madera, y rematado por esos tejados desgarbados y picudos, similares al sombrero de una bruja.
También, integraba elementos de lo más variopinto, por no decir abigarrados y multiformes. Se podían vislumbrar columnas de marfil, mármol y alabastro, animales fantásticos petrificados vigilando la edificación desde lo alto (como las gárgolas de Notre Dame), ventanas y vidrieras góticas, todo ello coronado por un descollante minarete, hecho a imagen y semejanza de la Giralda de Sevilla.
El conjunto resultaba, a un primer golpe de vista, de lo más surrealista, kafkiano, dantesco y rocambolesco, rayando lo grotesco, pero, al contemplarla por segunda vez, rezumaba una hermosura aureolada de divina majestad.
La muchedumbre, nada más contemplarla, quedó maravillada, obnubilada, embelesada, encandilada, cautivada. Exultante, a la par que estremecida. Rebosante de júbilo. Rendida a sus pies.
Unos hincaron la rodilla; otros se postraron de bruces ante la misma; e incluso algunos la asediaron, mientras reproducían danzas jubilosas alrededor de ella, como cuerpos celestes que bailan en derredor del sol.
Aquel valle desencantado recuperó el encanto perdido y junto a él, sus habitantes. Los mismos pasaron de la admiración a la veneración, y de la veneración a la adoración, hasta frisar los umbrales de la idolatría.
Todos posaban su mirada ante aquella refulgente casa, al margen de lo que estuviesen haciendo. Al rayar el alba y al caer el sol, al enfilar el camino de su oficio y en sus espacios de recreo, en el mercado y desde sus hogares, en sus jarchas y jolgorios… Era un epicentro de peregrinación óptica, ya que sólo se podía irrumpir en ella con la mirada. “Se mira, pero no se toca”.
Esta casa liberó a los habitantes de aquel valle desencantado de las garras del vicio, imbuyendo la comarca de alegría, solidaridad y virtud.
Sin embargo, un aciago día, los habitantes de aquel paraje se empezaron a incomodar ante tal explosión de belleza.
Sentían que levitaban al caminar y eso les atosigaba. Sus ojos ardían, se enrojecían como carbón encendido al vislumbrar tanta sublimidad. Lo excelso, lo colosal les generaba empacho. Echaban en falta recuperar la trivialidad, sentirse rodeados de mezquindad, observar cosas mediocres.
Además, tal alarde de belleza les impedía perpetrar sus bajezas, enfrascarse en sus vicios más penosos. Con ese halo de gloria coronando la localidad, no podían practicar sus francachelas, mocedades y diversos desatinos a gusto. Anhelaban empaparse de frivolidad.
Así pues, un maltrecho día, un malhadado día, los desdichados habitantes de la comarca se encaramaron a la casa con humeantes antorchas y prendieron fuego sobre ella hasta pulverizarla por completo.
El encanto del valle se desvaneció de un plumazo, se disipó con precoz efervescencia. Los habitantes recobraron el aliento de la mediocridad. Ya dejó de incomodarles la contemplación de tanta grandeza.
Vivieron cómodos hasta el final de sus días, pero con el estigma de un sabor agridulce, el cual se transmitió de generación en generación.
El sabor agridulce de sentirse cómodos en la mediocridad y a su vez, la nostalgia de haber perdido lo sublime, aquello que verdaderamente adoraban.
La aplastante mayoría de la población de aquel valle continuaba mirando con adoración hacia el lugar en el que eclosionó aquella resplandeciente casa, aunque ella ya no estuviese allí
Ese luminoso hogar que fue arrasado por las brasas sobrevivió indemne en la memoria colectiva de aquellos desdichados. De hecho, tallaron y dibujaron representaciones artísticas de aquella casa, e incluso intentaron edificar réplicas, pero con un éxito indefectiblemente malogrado.
De este modo, la contemplación de aquella casa y su adoración se transmitió a las generaciones venideras. Gozó de un trono en el alma de quienes no tuvieron la dicha de observarla.