| El 1 año hace

La respuesta, en una fiesta, a ‘¿Qué harías si fueses a morir en un mes?’

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COLUMNISTA: Ignacio Crespí de Valldaura

Hace escasos días, el diario ‘El mundo’ publicó una cita sobre la muerte de Stefan Zweig, la cual reza así: «No basta con pensar en la muerte, sino que se la debe tener siempre delante. Entonces, la vida se hace más solemne».

Pese a que esta cita de Stefan Zweig sea un tanto fúnebre, gris y apolillada, además de exagerada, es cierto que «la vida se hace más solemne».

De facto, un psicólogo, con el que guardo una estrecha amistad, me comentó que preguntaba a algunos de sus pacientes qué harían si fuesen a morir dentro de un mes.

Estaba sobradamente demostrado que la mayoría de las preocupaciones principales de sus vidas (éxito o desmotivación en el trabajo, estado de su apolínea u adiposa figura, pendencias con amigos y trapisondas familiares…) se disipaban con precoz efervescencia, siendo sustituidas, en su silla vacía, por otras de mayor importancia, trascendencia y luminosidad (reconciliarse con Dios e implorar su auxilio misericordioso, enterrar el hacha de guerra y bajar las espadas con quienes estaban peleados por algún lance de poca monta, solazarse en los recuerdos de episodios bellos y mostrar gratitud hacia los mismos…).

No cabe duda de que pensar en la muerte nos catapulta hasta esas esencias de la vida que solemos tener arrinconadas, por el culto excesivo que rendimos a lo secundario, a lo accesorio, a lo particular. Trepamos celosamente por las ramas y aparcamos las raíces en los hangares del olvido. Como decía Antoine de Saint-Exupéry, en ‘El principito’, lo esencial es invisible a los ojos; no se contempla con la vista del semblante, sino con la mirada del corazón.

Recuerdo cuando en uno de esos botellones elegantes y ‘barriosalmantinos’ llamados ‘copas’, alguien lanzó el guante a los presentes con la pregunta de qué harían si fuesen a morir dentro de escasos meses.

Con gotas de humor y lucientes destellos de esperanza, fui testigo de cómo personas que tenían la misa dominical un tanto abandonada, con apego a las borracheras y asiduos practicantes de mocedades concupiscentes, admitieron que irían rápidamente a confesarse; incluso uno de ellos, que se autoproclamaba ‘agnóstico’, reconoció que haría lo mismo «por si las moscas».

No cabe duda de que enfrentarse a los umbrales de la muerte nos espolea a reemplazar las ramas por las raíces, lo particular por lo esencial.

Si al hacer algo bueno, obtenemos la recompensa de sentirnos mejor, no tendría sentido dar la vida por alguien y ser privados de experimentar dicha retribución sentimental; sería terriblemente injusto pagar así semejante acto de heroicidad.

En base a lo expuesto en el párrafo anterior, carece de todo sentido que la muerte sea el final. Además, si todo, para nosotros, se evaporase con su llegada: ¿Qué aliciente tendrían aquellos policías que ponen en riesgo, cada día, su vida por nuestra seguridad? Juan Manuel de Prada desarrolló una reflexión muy similar en su artículo ‘Militares sin patria’ , donde llegó a la conclusión de que sin «el sentido religioso», librar una guerra justa -moralmente justificada- no motivaría a un soldado desde un prisma racional y trascendente; aunque, en contraposición, sí que es cierto, por desdicha, que hay filósofos que han conseguido infundir aliento para embarcarse en batallas exacerbando un culto a la acción por encima del pensamiento, tal y como hicieron Nietzsche y Fichte, entre otros.

Volviendo la mirada a la cita de Stefan Zweig, cabe destacar que no le falta razón en el sentido de que tenemos que estar, en todo momento, preparados para el advenimiento de La Parca.

Como muy certeramente dijo Sir William Shakespeare, «la muerte es un ministro inexorable que no dilata la ejecución».

Esta frase de Shakespeare, extraída de ‘Hamlet’, me recuerda vivamente a aquella advertencia escrita en el Evangelio de San Mateo, esa que alerta de que «de aquel día y hora, nadie sabe nada, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sino solo el Padre».

En síntesis, que puede llegar en cualquier instante, por lo que nuestra alma tiene que estar lista y perfumada para la venida del novio; en estos hermosos términos lo puso de manifiesto Oscar Wilde, en su célebre carta ‘De profundis’.

Uno de los ejes vertebradores de la filosofía de Unamuno versa sobre lo que él llamaba «el sentimiento trágico de la vida»; que consiste en un afán de inmortalidad, en la tragedia que supondría que la existencia pueda finalizar con el advenimiento de la muerte.

Este horror vacui (horror al vacío) que afligía y atenazaba a Miguel de Unamuno lo podemos ver reflejado, de manera muy cristalina, en la angustia de los pensadores existencialistas, como Heidegger, Camus, Sartre o Kafka; también, tenemos la oportunidad de hallar algo similar en ‘El ocaso de los dioses‘ (‘Götterdämmerung‘), del compositor Richard Wagner.

Enfrentarse al dilema de la muerte, creo que nos conduce a aquello que Freud llamaba la «labor de duelo», consistente en que lamentarse, de vez en cuando, es incluso necesario para avanzar en nuestras vidas. Otro ejemplo esclarecedor de esto último lo podríamos encontrar en las ‘Lamentaciones’ de Jeremías.

Como colofón final, animo al lector a solazarse, con serenidad, en aquel proverbial lema legionario, ese que reza: «La muerte no es el final».

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