A lo mejor son cosas mías, pero ¿No te da a ti, también, la sensación de que nunca te conformas con lo que tienes?
Si estás contento en tu trabajo, es probable de que te quejes de laborar un sinfín de horas.
Si estás desmotivado en el trabajo y por fortuna, te toca la lotería, no es, ni por asomo, descartable que te aburras de tu dorada vida de ocio (aunque la dote en sí no te provoque somnolencia).
Si estás acostumbrado a vivir en una determinada ciudad, es posible que el cuerpo te pida un cambio de aires.
Si, por el contrario, cambias de aires y migras a otra nación, es bastante normal que, en cuestión de meses, ansíes un retorno a tu Patria; o que anheles otro cambio de lugar.
Por un lado, creo que se puede deber a la inquietud y a la sed de curiosidad, lo cual es muy plausible, dado que nos mantiene atentos, despiertos, vivos. Es algo que nos enriquece y que evita que nos convirtamos en plantas sin inquietudes, en robots programados para cumplir con la rutina que nos han marcado, en animales que se abandonan al imperativo kantiano del «deber por el deber».
Las personas necesitamos cambios, romper con la rutina, adquirir una variedad que complete nuestra insondable curiosidad, crecer intelectual o/y profesionalmente, probar cosas novedosas, embarcarnos en nuevas rutas, aprender y aprehender. Todo esto es arrolladoramente loable, laudable y plausible; como dicen las lenguas modernas, es “muy positivo”.
Sin embargo, por otra parte, me temo que se deba a confiar la totalidad del sentido de nuestras vidas en los factores externos, en lo particular.
Si un árbol se sostiene sobre sus raíces y un edificio sobre sus cimientos, y descuidamos ambas cosas, los dos se tambalearán, por mucho esmero que le pongamos al cuidado de las ramas del árbol y a engalanar la fachada del edificio.
Lo mismo ocurre en nuestras vidas. Si centramos el neto de nuestra atención en custodiar las ramas del árbol y en embellecer el edificio (lo particular), estaremos tributando un déficit de atención a lo esencial, es decir, a las raíces y a los cimientos.
Por consiguiente, si fijamos la totalidad del sentido de nuestras vidas en las cosas particulares (trabajo, dinero, lugar de residencia, etcétera), jamás alcanzaremos un grado plausible de plenitud, porque el sentido de las cosas se halla en lo esencial, en las raíces del árbol y en los cimientos del edificio.
Un fragmento de El Principito reza lo siguiente: “Si alguien ama a una flor de la no existe más que un ejemplar entre los millones y millones de estrellas, es bastante para que sea feliz cuando mira a las estrellas”.
En otras palabras, quien, a través de los ojos del corazón, es capaz de amar a una flor (lo esencial), será feliz cuando mire a las millones de estrellas (lo particular).
Lo plasmó por escrito alguien que narró sus vivencias en un campo de concentración, y que reflejó como él, a diferencia de sus compañeros de presidio, supo soportar cualquier cómo al tener diametralmente claro el sentido de su vida, gracias a su fe religiosa.
En mi modesta opinión, Viktor Frankl supo soportar cualquier cómo (lo particular) porque tenía enraizado el sentido de su vida (lo esencial).
¿Y dónde radica ese sentido que nos hace superar cualquier cómo, esa esencia que goza de hegemonía sobre lo particular? Tanto Antoine de Saint-Exupéry como Viktor Frankl, seguramente, tuviesen la misma respuesta: En Dios.
Como parece que hay que explicarlo todo, con esto, no quiero decir que quien se plantee cambios en las cosas particulares de su vida, no tenga claro el sentido de la misma, lo esencial. De hecho, yo soy el primero que anda metido en mil fregados de diversa índole.
Lo particular, también, es algo fundamental en nuestra singladura, y nos viene bien reflexionar sobre ello, comernos el tarro, trazas nuevas rutas, escrutar horizontes novedosos e incluso, tener momentos de crisis (una crisis, adecuadamente manejada, puede ser una catarsis formidable).
Llevar el esencialismo al colmo nos empujaría a vivir levitando, vagando, flotando en el aire u orbitando por los espacios, volando por encima de la realidad, a extramuros de la misma.
De hecho, Dios anhela que los hombres contacten con lo divino precisamente para perfeccionar su lado humano, no para evadirse del mismo.
La evasión de las cuestiones humanas, separar el mitos (la religiosidad) del logos (la razón), es una actitud más propia de los animismos y rituales paganos. El catolicismo puso punto final a todo eso, uniendo fe y razón.
También, Chesterton dijo que, al entrar en una Iglesia, un católico se tenía que quitar el sombrero, pero no la cabeza. Cultivar una fe sin razón supondría caer en el «fideísmo», una postura rechazada por el catolicismo.
Ahora bien, separar la razón de los intereses de Dios, confundiendo los de Él con nuestros apetitos particulares, sería «racionalismo», tendencia, así mismo, desdeñada.
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