Los hay que arguyen que el fulgurante éxito de las Procesiones de Semana Santa se debe a que es una tradición arraigada y ancestral, hasta el punto de compararla con el tumulto que se forma durante la Feria de Sevilla.
Todo aquel que hace esta comparativa comete un error garrafal. Para empezar, porque la Feria de Sevilla es una concentración dedicada al ocio y las Procesiones de Semana Santa consisten en un acto de culto.
Si la Feria de Sevilla fuese un acto de adoración a la tauromaquia, al fino y al flamenco, desprovisto de su componente lúdico, despojado de las palabras «entretenimiento» y «diversión», no llenaría ni la mitad de La Maestranza. Si se basase en postrarse ante un torero y su toro sin disfrutar de una lidia, si radicase en arrodillarse ante una jarra gigante de rebujito sin opción de beberlo y si estribase en adorar a estatuas vestidas de flamenca sin bailotear al son de unos pasitos, no acudiría ni medio alma a semejante concentración. Y menos durante una semana entera.
En cambio, el milagro de la Semana Santa es que sus procesiones llenan más calles que la Feria de Sevilla sin recurrir al ocio, haciendo algo tan aburrido y somnoliento como adorar a unas imágenes durante horas, agolpándose uno entre las masas amorfas e informes, absorbiendo el tórrido calor de dicha atmósfera y en el caso de los costaleros, nazarenos y similares, ofreciendo un sacrificio corporal demoledor sin una subida de sueldo ni la obtención de un título académico a la vuelta de la esquina.
Esto es así porque se trata de un acto de culto de signo religioso. Puede haber disfraces, música, espectáculo, pero el alma que hace que esta costumbre sea tan arraigada, ancestral, vibrante y emocionante es la ofrenda a Cristo, la rememoración de su pasión y la pleitesía a la Bienaventurada Virgen María. Es imposible encontrarle otra explicación.
Los hay que desconfían de esta reflexión bajo el argumento de que acuden muchos tibios, pasotas, descreídos y ateos, gente que no practica su fe católica durante el resto del año. En mi caso, este hecho fortalece mi convencimiento en el poder divino de las Procesiones de Semana Santa, puesto que ahí está el milagro.
El milagro de la Semana Santa no radica en que las calles queden invadidas por los católicos más rectos y devotos, sino que logre dejar hormigueante de emoción y palpitante de vida a todos los tibios, pasotas, ateos y descreídos.
Ahí, está el milagro. Ahí, consigo percibir la omnipotencia del Señor. Ahí, logro comprender el significado de la palabra “esperanza”. Ahí, alcanzo a vislumbrar la existencia de Dios.