Pablo Motos / Pablo Motos destino / Shakespeare / San Agustín
Una reciente alocución Pablo Motos ha hecho estragos en redes sociales, extendiéndose como un reguero de pólvora entre los usuarios de internet. La perorata en cuestión versa sobre el destino.
El afamado presentador de ‘El hormiguero’ comienza dejando claro que no cree en la predestinación, pero afirma que sí que piensa que hay una especie de «guion invisible» que nos va llevando por un camino; en el que muchas cosas de las que hacemos, de oportunidades que nos son brindadas y de personas con las que nos topamos parece que están diseñadas para nosotros. De esta senda, matiza Pablo Motos, en cambio, sí que podemos escaparnos, debido a nuestra capacidad de elegir.
Por un lado, la vida nos va llevando por tales derroteros, lo cual me hace considerar imposible la ausencia de una especie de mano invisible que nos acompañe en nuestra singladura. Aunque, por otra parte, también, gozamos de capacidad de elección, algo que es contrario a la ensoñación de que nuestro destino esté escrito o determinado.
¿Y quién nos da libertad de elegir y al mismo tiempo, nos estrecha la mano para tratar de llevarnos por un camino? La respuesta a estas dos posturas aparentemente contradictorias sólo la encuentro en Dios.
Como decía esa canción tan pegadiza de aquel musical vallisoletano de ‘Antígona’, «el destino te lo montas tú». La Fe en Dios no determina el mismo, como creen los protestantes puros y los paganos precristianos, sino nuestras obras; aunque sí que contamos con su auxilio divino permanente, con su todopoderosa intercesión, con su omnipresencia, que nos abre caminos, nos brinda oportunidades y nos plantea preguntas de forma incesante.
De esta guisa, ¿Se podría hablar de una especie de «libertad asistida por Dios»? Más bien, yo aludiría a una «capacidad de elección asistida», en lo cual consiste la libertad. De facto, ésta se compone de la capacidad de elegir más el hecho de hacerlo bien. Obrar libremente no ha de ser confundido con la autodeterminación del querer de Hegel, sino que estriba en actuar conforme al orden del ser que planteaba Aristóteles.
Libertad es igual a capacidad de elección más elegir correctamente; como señaló George Orwell, es poder decir que «dos y dos son cuatro», véase la verdad. En base al postulado de Aristóteles de actuar conforme al orden del ser, obrar con rectitud es la dimensión más esencial de la naturaleza humana.
La aspiración natural del hombre es el bien, pero si no estuviésemos tentados por el mal, si fuésemos buenos por naturaleza (como predicaban Locke y Rousseau), nuestra voluntad estaría determinada y nuestro destino, por ende, escrito.
Así pues, el bien prevalece sobre el mal, puesto que, como nos recuerda Santo Tomás de Aquino, el mal es la ausencia de bien; carece de entidad propia en sentido estricto, es una carencia de lo bueno; lo cual no quita que la tentación goce de un poderoso magnetismo, puesto que, en caso contrario, le estaríamos dando la razón a Locke y a Rousseau en su quimera de que el hombre es bueno por naturaleza.
La inefable sabiduría escolástica nos libera tanto del determinismo de Locke y Rousseau (en base al cual el hombre es bueno por naturaleza) como del destino fatal de Hobbes (que se postulaba en el extremo contrario de que somos malos por naturaleza; teoría reflejada en su famosa sentencia de que «el hombre es un lobo para el hombre»).
En síntesis, la aspiración natural del hombre es el bien, pero es tentado por el mal, puesto que, a falta de tentación, su destino estaría escrito. Contamos con el auxilio incesante de Dios, pero, al mismo tiempo, con la capacidad de elegir si atendemos o no a su llamada permanente.
Los católicos, a diferencia de los practicantes de otros credos religiosos, consideramos que es Dios quien nos busca, quien sale a nuestro encuentro, y nosotros quienes decidimos si leer o no sus señales.
En las tragedias griegas, el destino de los hombres estaba determinado por los dioses; y éste tendía a ser fatal. La esperanza que trajo consigo la venida de Cristo nos liberó de esta trágica realidad; pero la misma recuperó parte de su pujanza con la secularización iniciada durante la época moderna.
Dicho retorno a la realidad trágica o destino antiguo ha ido adquiriendo, durante estos últimos siglos, las formas de pesimismo, nihilismo, absurdo, angustia y derelicción. Así, nos lo hace saber el sacerdote y humanista Charles Moeller, en su fabuloso ensayo ‘Sabiduría griega y paradoja cristiana’.
Explica Moeller que esta liberación de la tragedia inherente al cristianismo se produce por un cúmulo inabarcable de razones, entre las que podemos destacar las siguientes: Cristo le da un sentido al sufrimiento, que nos redime y purifica (algo que se encuentra reflejado, de manera cristalina, en el alma de ‘El Quijote’); también, acoge con misericordia la fealdad y la humillación (previamente miradas con desdén, en beneficio de los fuertes y los sabios); abjura de la venganza (vista como una virtuosa muestra de fortaleza en las épocas pretéritas); y desea la conversión del pecador con un fervor infinito (lo opuesto a lo recogido en aquella frase de Esquilo, esa que dice: «Cuando un mortal se entrega a labrar su perdición, los dioses acuden a ayudarle en su cometido»).
El cristianismo, frente a un destino trágico determinado por los dioses, nos obsequia con la posibilidad de romper con los pecados cometidos en el pasado, por gravísimos que sean. Nuestro destino deja de depender de la magnitud de nuestras tachas. Dios nos da la oportunidad de reconstruirlo (es más, anhela que lo hagamos con espíritu doliente). Como está escrito en la Biblia, «Yo no quiero la muerte del pecador, dice el Señor, sino que se convierta y viva».
Charles Moeller, en ‘Sabiduría griega y paradoja cristiana’, explica cómo William Shakespeare cristianizó las tragedias griegas, donde el destino de las personas estaba determinado por lo dioses. En las obras de teatro shakesperianas, en cambio, Dios nos brinda la posibilidad de redimirnos y salvarnos.
Ahora bien, el egregio literato inglés sí que incurrió en el fatalismo de dibujar un mundo en el que predomina el mal y el pecado, por lo que sí que conservaba ciertas máculas de determinismo tremendista (pero provocado por la debilidad de los hombres, no por la voluntad de los dioses).
Como se puede percibir, el pensamiento de Shakespeare encierra un violento contraste de luces y sombras. Por un lado, el genio inglés tiene una visión sumamente pesimista, en la que da la sensación de que el mal prevalece sobre el bien. Aunque, por otra parte, alude a esa Providencia bondadosa que nos acompaña en todo momento.
En resumen, Shakespeare nos muestra, a través de sus obras teatrales, tanto un destino fatal prisionero del pecado de los hombres como la omnipresente compañía auxiliadora de Dios (Quien nos otorga la oportunidad de liberarnos de la fatalidad).
Parménides de Elea, filósofo presocrático (ubicado cronológicamente entre el siglo VI y V antes de Cristo), es considerado uno de los puntales intelectuales del panteísmo. Esta doctrina concibe que Dios lo es todo; no establece una separación entre el Creador y lo creado, distinción que sí hace el Catolicismo (como decía G.K. Chesterton, en uno de los renglones de su obra ‘Ortodoxia’, los católicos apreciamos la diferencia entre el pintor y el cuadro, entre el artista y su obra de arte).
Este todo como unidad de Parménides entiende que los hombres somos partes inseparables de la divinidad, algo así como prolongaciones, extensiones o apéndices de la misma. Así pues, de esta teoría, se puede inferir que nuestro destino está determinado por dicha deidad totalizadora.
Entre el siglo XVII y los albores del XVIII, gozaron de un ostensible predicamento los determinismos panteístas de Leibniz, Spinoza y Malebranche (este último, como Abate francés que era, no dio un salto completo hacia el panteísmo, sino que se quedó a medio camino). Rafael Gambra, en su magnífico libro ‘Historia sencilla de la filosofía’, explica las diferencias entre estos tres teóricos con un ejemplo ilustrado por relojes.
El ocasionalismo del Abate francés Malebranche no cayó en la visión panteística de unir al Creador con lo creado, aunque sí que admitía que Dios moldea y rectifica sistemáticamente nuestras acciones. Para este teórico, según Rafael Gambra, somos relojes independientes, pero, a su vez, sincronizados de forma automática por el relojero. En resumen, este Abad galo no era panteísta, pero sí determinista. .
Spinoza, por su parte, sí que asumió, por entero, la quimera panteísta. Según el citado, somos prolongaciones o extensiones de Dios, razón por la cual nuestro destino está determinado por el mismo. En virtud del ejemplo de Rafael Gambra, para este pensador, somos esferas de un mismo reloj, espoleados por una sola marcha.
Leibniz, a diferencia de Spinoza, sí que reconocía la individualidad de las cosas, pero decía que estaban manejadas por un todo divino, al cual le pertenecen por entero. En base a la teoría de este erudito, somos unidades de una sola unidad (a lo cual denominó como ‘mónadas’). Según el ejemplo de Gambra, para este teórico, somos relojes independientes, pero sincronizados por una misma marcha establecida desde el principio de los tiempos. Esta especie de orden prediseñado fue bautizado por Leibniz con el nombre de ‘armonía preestablecida’; y si esta ‘armonía preestablecida’ diese errores, como las guerras y catástrofes naturales, este intelectual respondería que semejantes trances tendrían un fin armonizador que se produciría a posteriori (postulado al que se le ha atribuido el calificativo de ‘optimismo universal’).
San Agustín, en cambio, mediante su visión de la ‘Civitas Dei’ (Ciudad de Dios), sí que afirmó que Dios interviene para ordenar, en cierta medida, el rumbo de la historia, pero sin determinar nuestro destino, véase sin negar la libertad de elección humana (resultado de ambas cosas, en mi opinión, que la humanidad continúe sobreviviendo, pero, al mismo tiempo, con un sinfín de deficiencias o imperfecciones).
Un ejemplo esclarecedor de filosofía determinista sería el pensamiento de los pitagóricos, que reducía nuestro destino a lo determinado por las fórmulas matemáticas insertas en la naturaleza.
Heráclito de Éfeso, filósofo presocrático ubicado entre el siglo VI y V antes de Cristo, es considerado como el gran predecesor de las corrientes progresistas. El mismo, mediante la locución griega ‘panta rei’ (todo fluye), sostenía que todo cambia, que una corriente de agua no pasa dos veces por el mismo sitio; en base a su teoría, la humanidad caminaría siempre hacia adelante, en un avanzar sin descanso que va dejando atrás todo rastro del pasado. El progresismo de Hegel bebe de esta quimera de manera muy explícita; y el evolucionismo de Darwin y de Herbert Spencer no andan desencaminados.
Este dinamismo imparable de Heráclito es considerado como antagónico a la quietud panteística de Parménides; pero, aún así, ambas cosmovisiones no dejan de estar unidas por el yugo del determinismo.
Otro ejemplo clarividente de determinismo sería el hedonismo de Epicuro. Según esta filosofía, nuestro destino está determinado por la causalidad universal, puesto que somos como átomos abocados hacia una caída inevitable; aunque sí que podemos elegir la posición que vamos adoptando mientras nos despeñamos (maniobra a la que llamaba ‘clinamen’), siendo la búsqueda del placer un fin en sí mismo y la postura propia de los sabios. Este padre del hedonismo añadió que mientras los dioses gozan de una existencia feliz en el lejano Olimpo, los hombres estamos abandonados al albur del destino.
También, cabe hacer mención a ese protestantismo puro, prístino, primigenio, aquel que predica que Dios determina nuestro destino, por lo que nos salva la fe y no las obras.
Como colofón final, animo a los lectores a que entiendan el arrepentimiento y el perdón de Dios como la mejor manera de demostrar al mundo que el destino lo escribimos nosotros. Convirtámonos en ese «hombre nuevo» que proclamó San Pablo ante los Efesios.
Que los errores del pasado dejen de provocarnos depresión y que la obsesión con el futuro cese de causarnos ansiedad (las dos enfermedades más emblemáticas del siglo XXI). Transformémonos en los dueños de un ilusionante porvenir.
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