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San Ignacio de Loyola, el hombre que renunció a la vanidad por la Santidad

AUTOR: Ignacio de Loyola Crespí de Valldaura (publicado en el año 2013)

Iñigo López de Loyola era uno de esos caballeros que podía presumir de ser español por los cuatro costados. Sabio y a la par guerrero, referente por antonomasia del hispanista Ramiro de Maeztu. Al igual que Quevedo, era un hombre de los que dominaban las artes de la pluma y de la espada. Su afición por la lectura en la biblioteca de Arévalo le confirió el don de la escritura y su heroísmo en la batalla acabó teniendo a Dios por sustituto.

Su último episodio militar tuvo lugar en 1521, cuando el 20 de mayo de ese mismo año –lunes de Pentecostés- fue reducido por el impacto de una bola de cañón en defensa de Pamplona. Con una piernarota y la otra herida, hizo de sus días de descanso un tiempo para la lectura y la contemplación.

Libros como el Flos Sanctorum o La vida de Cristo del cartujo Ludolfo de Sajonia contribuyeron enormemente a su crecimiento espiritual. Sin embargo, el hecho decisivo de su transformación fue una visión que tuvo de María junto al Niño.

A partir de aquí, reconoció embarcarse en guerras con el mero fin de adquirir honra, lo que significaba que su vocación militar no era más que una muestra de su vanidad. De sí mismo lo escribió en estos términos: Dado a las vanidades del mundo y principalmente se deleitaba en ejercicio de armas con un grande y vano deseo de ganar honra”.

En consecuencia
, el vasco colgó la armadura en Barcelona e hizo de la vida religiosa su hábito con la máxima de llegar a Tierra Santa.

Otra de las transformaciones más notables que sufrió Iñigo fue su cambio de nombre, decisión que tomó en el momento en que se graduó magister. Su conversión a Ignacio de Loyola (o a Ignatius traducido a la versión latina) tuvo por objetivo aumentar su proyección universal para familiarizarse con el extranjero y de este modo, catapultar con éxito su labor misionera.

El tránsito del combatiente Iñigo López al célibe Ignacio de Loyola ha traído consigo una eterna retahíla de frutos inconmensurables.

El primero de ellos fue la aprobación de la Compañía de Jesús por el Papa Pablo III, a la que pertenecían San Francisco Javier, el Beato Pedro Fabro, Diego Laínez, Alfonso Salmerón, Nicolás de Bobadilla, Simao Rodrigues, Juan Coduri, Pascasio Broët y Claudio Jayo, y de la cual Ignacio de Loyola fue nombrado superior general.

A nivel histórico, la Compañía de Jesús jugó un papel decisivo en la contrarreforma y tuvo a dos compañeros de San Ignacio –Salmerón y Laínez- como participantes en el Concilio de Trento.

De otro lado, gozó de una fortísima expansión en América; Los jesuitas se instalaron en Brasil bajo el generalato de San Ignacio, en Florida, Perú y México al mando de San Fracisco de Borja y en Canadá, Nueva Granada y Quito a las órdenes de Claudio Acquaviva; Además, explotaron con maña las minas de Argentina y desarrollaron una encomiable labor evangelizadora en Mississipi.

También, se puede decir que es una orden curtida en batallas. Sobrevivió a persecuciones de la gigante Rusia, a la Revolución Francesa, al proceso de independencia en Suramérica, a la II República Española y a la II Guerra Mundial.

Pese a los numerosos obstáculos, los jesuitas cuentan hoy con miles de miembros entre sacerdotes, estudiantes y hermanos repartidos por todo el mundo, y aparte de ser la compañía de Jorge Mario Bergoglio, es nada más y nada menos que la orden religiosa de sexo masculino y de credo católico más grande del planeta.

San Ignacio de Loyola es patrón de Guipúzcopa y Vizcaya, de la ciudad argentina de Junín y de la de Acosta en Costa Rica. Llevan su nombre una provincia de la región peruana de Cajamarca, una ciudad en Paraguay y numerosas instituciones escolares y universitarias de Lima.

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