San Isidro Labrador es el Patrón de Madrid y de los agricultores, que nació en torno al 1070 y murió en el año 1130.
Se crió en el entorno de una familia pobre de campesinos y se quedó huérfano a la edad de diez años.
Tras quedarse solo, comenzó a trabajar en la finca de Don Juan de Vargas, donde forjó su madera de labrador.
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Contrajo matrimonio con Santa María de la Cabeza, mujer que no se apellidaba de este modo. Se le llama así porque su cabeza es sacada en Procesión en rogativas, cuando transcurren muchos meses sin llover.
Trabajó en Madrid, luego, le tocó huir por la invasión musulmana y finalmente, pudo retornar a la querida tierra que le vio nacer.
En sus distintos trabajos, fue severamente acusado de ausentismo, fruto de la inenarrable envidia que despertaba en sus compañeros de oficio.
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Sus compañeros aprovecharon que San Isidro solía acudir al Templo y a rezar, mientras otros trabajaban, para verter desprestigio sobre él. Se volvían moralistas para acusarle de informalidad, disfrazaban de moralidad su pecado de envidia, práctica demasiado habitual en el mundo actual.
La realidad es que se lo podía permitir con creces, puesto que producía el doble que los demás, productividad a la que Dios contribuyó como premio a su inefable piedad e intachable pureza de corazón.
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Falleció en el año 1130. Su cadáver fue sacado del sepulcro 43 años después de su muerte y estaba impoluto, como si hubiera fenecido el mismo día. Se trataba de un milagro.
Poco después, cuando Felipe III pasaba por el doloroso trance de una enfermedad mortal, fue presentado el cuerpo incorrupto de San Isidro ante el monarca y Su Majestad se recuperó de manera incomprensible. A la sazón, intercedió por su declaración de santidad.
Por este milagro y muchos otros, el Papa lo canonizó en 1622, junto con Santa Teresa, San Ignacio, San Francisco Javier y San Felipe Neri.
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San Isidro fue un ejemplar productor y humilde jornalero que no adoraba el dinero. De hecho, era infinitamente desprendido.
Destinaba un tercio de sus ganancias al Templo, otro a los mendigos y lo restante lo empleaba en él, su mujer e hijo.
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El director de El Diario de Colón, autor de este artículo, se permite esta reflexión personal, la cual expondrá a partir del párrafo siguiente.
Dice así: “San Isidro Labrador, emblema madrileño del trabajo, trabajador ejemplar, currante sin par, fue un ejemplo de cómo rendir mucho sin ‘calentar inútilmente la silla’, sin obsesionarse con el oficio, sin idolatrar el sueldo y situando a Dios por encima de su vida profesional.
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San Isidro Labrador nos demuestra, a los currantes del siglo XXI, que podemos ser unos magníficos trabajadores sin pisar a otros, sin convertirnos en unos ‘workaholics’, y sin endiosar el trabajo ni el dinero.
San Isidro nos demuestra que dedicar más horas al oficio no nos hace más productivos, que se puede ser buen trabajador y práctico al mismo tiempo.
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Nos aleja de la rigidez kantiana del deber por el deber, véase de trabajar por trabajar, de cumplir horas por el mero hecho de cumplirlas.
Todo ello sin caer en el utilitarismo de cometer inmoralidades útiles, sin servirse del mal como pasaporte útil para medrar”.
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