Cuaresma / Ayuno / Abstinencia / Ignacio Crespí de Valldaura
AUTOR DEL RELATO: Ignacio Crespí de Valldaura
Buenos días, me llaman Pepo, y reconozco que la búsqueda de ruido es uno de los principios rectores de mi vida. El estruendo en todas sus formas, ese que adopta las siluetas más diversas y coloridas.
Lo admito sin paliativos: el ruido es mi perdición; y no sólo el que resuena en forma de canción, sino, también, el que estimula mis sentidos a través de las redes sociales; el que acrecienta mi autoestima por cada ‘me gusta’ recibido en el seno de las mismas; el que me hace esperar extasiado miríadas de mensajes de WhatsApp al día; el que me impulsa a incubar una nueva empresa cuando no he acabado de culminar otra; el que me espolea a fijar un segundo objetivo al minuto de haber alcanzado el primero; el que me catapulta a desear un cambio de trabajo cuando no he terminado de asentarme en el que estaba; el que me empuja a sobrevalorar el movimiento y a percibir la quietud como una pérdida de tiempo; el que, en los momentos de dudas y tribulación, me ofrece la acción sin reflexión como única salida; o el que anestesia mi dolor a base de distraerme con la planificación de un exótico viaje…
Mi jornada laboral acaba de tocar a su fin, pero tengo la desdicha de encontrarme atrapado en un vagón del metro, con el tren averiado durante un sinfín de horas, con el teléfono móvil sin cobertura y desprovisto de placebos con los que entretenerme. El silencio ha instaurado su tiranía de la manera más severa y judicial. Me hallo sometido bajo su férula, ávido de estímulos, sediento de ruido…
La impaciencia me arrastra a emprender un viaje a través de los siete vagones del metro, al igual que hace El Principito, de Antoine de Saint-Exupéry, en siete planetas.
En el primer vagón, me encuentro con una mujer de vestimenta pulcra y distinguida, con un carácter risueño, maternal, de esos que irradian candor por los cuatro costados. Al acto de revelar su condición de psiquiatra, me espeta a velocidad de trabalenguas, propia de aquellas mentes ágiles que cantan temas en una oposición: “El silencio es, en este periodo de la historia, más necesario que nunca. Vivimos rodeados de ruidos, bombardeados por estímulos que limitan nuestra capacidad de concentrarnos, que nos llevan a perseguir satisfacciones inmediatas. Nos encontramos inmersos en la era de las publicaciones de consumo rápido. Todo lo queremos para ya, a golpe de ‘clic’. Tenemos, cada vez, más impaciencia, mayor déficit de atención para leer, para analizar cualquier problema con detenimiento. Buscamos estar continuamente conectados a las redes sociales, las cuales nos hacen dependientes de intercambiar mensajes por sistema y de la aprobación ajena, traducida en emoticonos que den el visto bueno a nuestra manera de comportarnos. Somos adictos al entretenimiento permanente, al suministro incesante de distractores y placebos de corta duración”.
En el segundo vagón, me topo con un escritor de luengas barbas, con rostro de pergamino arrugado, aspecto melancólico, taciturno, y con ese aire andrajoso de pudiente decimonónico amenguado por la bohemia y carcomido por las deudas. Este buen señor, tras permanecer abismado en sus pensamientos, dirige su mirada hacia mí y empieza a leer el último renglón que acaba de escribir: “¡Oh, augusto y venerable silencio! Incorrupto manantial de las almas sin descanso, de aquellas que vagan afligidas por el viciado magnetismo de los ruidos mundanales ¡Oh, egregio e inmaculado silencio! Que me confinas en campos perennes de verdor, y aíslas a mi ser de la codicia y ambición de faraónicas ciudades ¡Urbes procelosas! ¡Metrópolis malditas! Que dilapidáis mi fortuna en estultos menesteres, que me embriagáis con nocturnos elixires, que me instigáis a la competitividad rapaz con mis congéneres”.
Este escritor creo que tiene una concepción catastrofista de las ruidosas ciudades e idealizada del silencio del campo, aunque ambas visiones no sean del todo desatinadas…
En el tercer vagón, yace un dibujante de pelo rubio elegantemente blanqueado por las canas, que esculpe, con entregada parsimonia, a unos personajes que me resultan demasiado familiares. No cabe duda de que el silencio es el motor de su inspiración artística.
En el cuarto vagón, tengo la dicha de escuchar la disertación de un filósofo de aire griego, con su barba tupida y pelo ensortijado. Su reflexión dice así: “El silencio nos permite comprender que el entendimiento es previo a la voluntad. El ruido, sin embargo, nos sumerge en el voluntarismo de obrar sin reflexión, de hacer muchas cosas porque sí, y en el vitalismo de vivir experiencias por doquier, de afanarnos a cualquier sensación. El silencio nos invita a pensar y el ruido, simplemente, a actuar”.
En el quinto vagón, tengo la fortuna de escuchar a un sacerdote católico de humor inglés y vientre oblicuo, cuyas palabras rezan así: “El ruido nos distrae de reflexionar sobre nuestra realidad más profunda; es una huida hacia adelante. El silencio, en cambio, nos sitúa delante del espejo, nos enfrenta a sincerarnos con nosotros mismos, libera a nuestro intelecto de huir con distractores; nos otorga el infinito privilegio de escuchar la voz de Dios, tan silenciada por el mundanal ruido”.
En el sexto vagón, me estrello contra un dandi inglés extravagante, que prorrumpe en proferir epigramas de lo más demenciales, como éste: “El silencio es un privilegio reservado para el artista y el ruido, la ocupación de las personas sin talento”. Es evidente que a este genio hay que tomárselo a chirigota.
En el séptimo vagón, aparece Antoine de Saint-Exupéry, el autor de El Principito, quien agrega que “el silencio nos permite ver lo esencial, aquello que es invisible a los ojos”.
Acto seguido, me desvela que tanto él como los demás personajes con los que he dialogado son fruto de mi imaginación, que el silencio me ha permitido pensar alumbrado por mis intelectuales de referencia. Éstos, por el orden de los siete vagones, son: una psiquiatra muy afamada en nuestros días, Tolstói, Hergé (el autor de Tintín), Aristóteles, el Padre Brown (ideado por Chesterton), Oscar Wilde y el propio Saint-Exupéry.