Esta no es la crónica de un héroe con nimbo dorado. Ni siquiera la de un superviviente de un Covid salvaje, pero sí la un quejica profesional que ha pasado unos días de un malestar imperecedero, de un sinsabor permanente, que no se desvanecía ante la floresta de medicinas suministradas.
Hay una sensación que ha estado presente en todo momento y es el malestar incesante, con independencia de lo que hiciera. Aunque tratase de refugiarme en actividades que mínimamente me pudiesen agradar, éstas lo único que hacían era amortiguar el impacto de la abulia, pero el sabor agrio continuaba presidiendo mi estado de ánimo.
Ha llegado un momento que de tanto repetir capítulos de The Crown y de Tintín como un sonsonete monocorde, creo que los he llegado a terminar odiando. Esto me recuerda a cuando me gustaban las alcachofas y les cogí un día manía después de ponerme malo.
Algo similar me ha ocurrido al intentar releer mis libros predilectos, una de las pocas aficiones que me apetecía mínimamente cultivar al estar indispuesto ante tan mayúsculo embotamiento.
El abotargamiento ha sido real. He estado atocinado por los cuatro costados. Todas las mañanas me despertaba con un punzante dolor de cabeza, la boca reseca y un acaloramiento de lo más pegajoso. Y para colmo, el cuerpo me pedía antes continuar en la cama con este cúmulo de sensaciones que levantarme de la misma. Me encontraba en un callejón sin salida.
También, he pasado numerosos días con el apetito minado, sin querer desayunar ni almorzar, para recuperar unas briznas de hambre a partir de media tarde, pero de cosas muy digeribles, como pavo, queso fresco y yogurt.
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