Como se puede leer en el frontispicio de este artículo, “la humanidad se toma a sí misma demasiado en serio. He aquí el pecado original del mundo. Si el hombre de las cavernas hubiera sido capaz de reírse de sí mismo, la historia habría sido diferente”. Así, lo dejó por escrito el hilarante, desternillante y brillante de Oscar Wilde.
Y al tomarnos a broma a nosotros mismos, recordaríamos de qué material estamos hechos: de barro. Renegaríamos del celo por transformamos en seres de hierro, tan inquebrantables, feroces y autosuficientes. Abandonaríamos la tentación de transfigurarnos en dioses.
De esta guisa, frágiles y mendicantes, nos daríamos cuenta de que necesitamos una custodia que trascienda los límites de la delicuescente humanidad. Y así, tan desprotegidos y a la par, tan sedientos de auxilio y socorro, suplicaríamos clemencia ante Dios todopoderoso.
G.K. Chesterton nos legó, de su puño y letra, una metáfora excelsa, exquisita, la cual se encuentra imbricada en los renglones de su obra Ortodoxia. La misma reza así: “El pájaro vuela por naturaleza, porque la fragilidad es fuerza (…) Una característica de los grandes santos es su levedad. Los ángeles vuelan porque se toman a sí mismos a la ligera”.
“Reírse del mundo entero, menos de Dios” pone en nuestros corazones la simiente de la comicidad sana, simpática, inteligente y bienintencionada, frente al hedor pestilente del humor negro, la gracia tonta, la burla sangrienta y la mofa con mala uva de la debilidad ajena.
“Reírse del mundo entero, menos de Dios” nos empuja a arrojar una mirada más indulgente hacia los pecadores, porque el cachondearnos de sus corruptelas, pillerías y tejemanejes evita que nos ofusquemos a la hora de juzgarles. “Descojonase de todo, excepto de lo esencial” nos capacita para odiar el pecado, pero sin destilar odio hacia el pecador. Como dice G.K. Chesterton, también, en su obra Ortodoxia, el cristianismo “separa al crimen del criminal. Al segundo debemos perdonarlo setenta veces siete; al primero no debemos perdonarlo jamás”.
“Reírse del mundo entero, menos de Dios” contribuye a que observemos la realidad en clave cómica, de tal modo que edulcoremos la tristeza, pero sin caer en el engaño. No nos evade del dolor, pero actúa como lenitivo; es decir, nos ayuda a que veamos la mortecina oscuridad no de color blanco, pero sí en una tonalidad violeta. “Descojonarse de todo, excepto de lo esencial” permite que los hediondos nubarrones, embebidos de polución e inmundicia, se truequen no en pálidos, pero sí en amarillentos jirones de algodón.
“Reírse del mundo entero, menos de Dios” asume que el sufrimiento es un camino indispensable para nuestra salvación, pero libera al mismo de la angustia y la desesperación como objetivo, para obsequiarnos con la alegría como telón de fondo. Como bosquejó Oscar Wilde, en De profundis, el cristianismo le incorpora al dolor un ideal de belleza, que nos presenta a Cristo crucificado con “cuerpo de mendigo y alma de poeta”. Por algo, concluiría G.K. Chesterton, también, en Ortodoxia, que “el cuerpo del santo medieval está consumido hasta los huesos”, pero que «su mirada no puede ser más viva”; o que las gárgolas de las catedrales, pese a su aspecto tenue y cochambroso, no cesan de sonreír.
“Reírse del mundo entero, menos de Dios” desencadenó que William Shakespeare agregase ápices de cristiana esperanza y luz a sus tragedias de inspiración griega, visos de libertad frente al determinismo de lo trágico y la posibilidad del triunfo del bien sobre el mal en alguno de sus desenlaces; aunque todo ello de manera incompleta y por consiguiente, un tanto malograda. La misma victoria pírrica, véase flaca y vacilante, se le podría atribuir al fatalista de Fiódor Dostoievski, o a la dimensión del sufrimiento desarrollada por Oscar Wilde en De profundis. En síntesis, cabe destacar que se produjo un logro a medias en este delicioso tríptico de autores.
“Reírse del mundo entero, menos de Dios” nos aleja del pesimismo filosófico de Arthur Schopenhauer, del desencantado realismo de León Tolstói, de la infinitud del sufrimiento reflejada en los versos de William Wordsworth, de la tristeza cenicienta de Walter Pater, de la sombría desesperanza de Franz Kafka y Friedrich Nietzsche, y del inveterado existencialismo de Soren Kierkegaard, Martin Heidegger, Miguel de Unamuno, Albert Camus y Jean-Paul Sartre, entre otros.
“Reírse del mundo entero, menos de Dios” permitió que eruditos como Dante Alighieri esbozasen una cosmovisión equilibrada del sufrimiento, afirmando que “el dolor nos recasa con Dios”, al tiempo que desaconsejaba, con ademán enérgico, el triunfo de la melancolía.
Por todo esto, creo que es de una importancia vital aprender a descojonarse de todo, excepto de lo esencial; “reírse del mundo entero, menos de Dios”. Y por desventura, mis ojos perciben la proliferación de la actitud opuesta, es decir, la de tomarse demasiado en serio lo particular, y hacer mofa y befa de lo fundamental.
Una significativa mayoría envuelve en un halo de somnolienta seriedad las preocupaciones mundanas (el éxito profesional, el fulgor del sueldo, la competitividad de rapiña, los cánones establecidos de supervivencia social, la belleza corporal, etc), pero se toma a chirigota las cosas genuinamente relevantes (la Cristiandad, la vida de los nonatos y moribundos, la misericordia, la caridad, la enfermedad, el dolor, el luto y la familia, verbigracia). Son ferozmente puritanos a la hora de rendir tributo a lo caduco y transitorio, pero insufriblemente heterodoxos al tiempo de embarcarse en las verdaderas batallas espirituales.
Por poner un par de ejemplos meridianamente gráficos: cultivan la ética de la responsabilidad para sacarse la carrera de medicina, pero carecen de escrúpulos en el momento de arrebatarle el oxígeno a un enfermo; se desloman a trabajar, desde el alba hasta el anochecer, en un macilento y desangelado hangar oficinista, pero no les tiembla el pulso en lo que a fustigar a sus subordinados como a deplorables se refiere.
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